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Final de Copa en el campo del Betis

He aquí uno de los beneficios que el periodo Rubiales le ha traído a nuestro fútbol. Este año no andaremos hasta última hora para saber quién se clasifica y, llegado el caso, dónde prefieren jugar. En esa discusión nos hemos dejado todos muchas plumas. Cada año había un ritual desagradable: al Madrid se le pedía el Bernabéu, desde la idea de que se trata de un bien mostrenco, del que ya que disponía Franco cuando quería para la exhibición del 1 de Mayo (San José Obrero) bien tenían derecho a disfrutar el Barça y el Athletic, a los que pillaba a una distancia casi neutral. Y hasta apetecía más, a quien le apeteciera, pitar allí al Himno y al Rey que en cualquier otro sitio.

Me gusta que Rubiales haya cortado esa fuente de malos rollos. La final (25 de mayo) se jugará en el Benito Villamarín. Buen estadio. Construido en 1929, remozado en varias ocasiones, reformado a fondo no hace tantos años según el arquitecto sevillano Antonio González Cordón, desgraciadamente fallecido en plenitud creadora. Aquel viejo-nuevo campo, al que aún queda la grada de Preferencia por actualizar, bien merece por fin los honores de una final de Copa del Rey. Y bien merece el fútbol español saber que su final de Copa tiene un espacio digno y grato en el que jugarse, más allá de broncas y oportunismos.

Será la cuarta final en Sevilla. Pocas, si se mira bien. La primera fue en 1925, en el ‘Campo de la Victoria’, junto al Paseo de la Palmera, a la orilla izquierda del Guadalquivir, un kilómetro río abajo de la Torre del Oro. Se la ganó el Barça de Platko, Samitier y Alcántara al viejo y recordado Arenas de Getxo. Luego hubo dos, en 1999 y 2001, ganadas por el Valencia y el Zaragoza, cuando se trataba de dar sentido al Estadio de la Cartuja, obra por desdicha inútil, emprendida en su día desde la ilusión fantasiosa de unos JJ OO en Sevilla. Ahora la final vuelve a Sevilla, sin malos rollos ni deudas que pagar, como me imagino que ocurrió en 1925. Me parece algo por lo que felicitar a Rubiales.