Las federaciones pierden otra guerra
Hace un mes escribí una columna que titulé: ‘El pulso por el negocio del deporte’. El punto de arranque era la enésima batalla que mantenía una federación frente a un organizador privado. La FINA había logrado la cancelación de un mitin que se iba a celebrar en Turín, impulsado por la International Swimming League (ISL), que financia el multimillonario Konstantin Grigorishin. Detrás estaba el proyecto de una liga que iba a repartir el 50% de sus ingresos entre los mejores nadadores del planeta, con Katinka Hosszu y Chad Le Clos al frente. La estrategia de la Federación Internacional para frenar el arreón fue tan simple como amenazar a los nadadores de su exclusión de los Juegos Olímpicos si accedían a participar en esta prueba no autorizada. Para un deporte tan arraigado en el programa olímpico, era una tragedia.
Los nadadores y la ISL ralentizaron su ímpetu, pero no se cruzaron de brazos. Interpusieron dos demandas contra la FINA por incumplimiento de las leyes antimonopolio, e hicieron un frente común con las grandes estrellas unidas por el mismo objetivo. Finalmente, la Federación de Natación se ha rendido. No reconocerá oficialmente esta competición si no cumple sus reglamentos, pero tampoco impedirá la presencia de los deportistas. El nadador encuentra así una nueva fuente de suculentos ingresos, y la FINA pierde el negocio de su esfera, entre otras cosas por no haberlo hecho más atractivo y por no haber sido más generoso con los suyos. No es una historia nueva. Baloncesto, tenis, boxeo, atletismo... Las federaciones se muestran incapaces de controlar y de rentabilizar sus propios deportes. Otra guerra perdida.