Un Tour innovador pero clásico
No tengo claro que se pueda afirmar que el Tour de Francia 2018 se adapta a uno u otro aspirante. Ni a Chris Froome, ni a Nairo Quintana, ni a Landa les gustarán esos quince tramos de adoquín. Ni a Nibali (si se apunta) la explosividad de la corta etapa de Saint Lary Soulan. Ni a Dumoulin (si se decide) que la única crono esté al final y con apenas 31 kilómetros. No me olvido tampoco de esas etapas de montaña con la meta en descenso: buenas para Bardet y Nibali, a quien también favorece el pavés. El trazado no se amolda a ninguno y, sin embargo, cualquiera de ellos podría conquistar este Tour, con Froome como principal candidato, que para eso es cuádruple campeón en París. Esa es, precisamente, la riqueza del recorrido presentado este martes: que ofrece alternativas para todos. Para ganarlo y para perderlo.
Me gusta el Tour 2018. Porque es innovador a la vez que respeta sus ingredientes clásicos. Y por su variedad: pavés, muros, metas en alto, llegadas en bajada, media montaña, un tramo de tierra, crono por equipos… Si acaso, le hubiera puesto alguna contrarreloj intermedia. Entre las novedades resalta esa etapa de montaña de 65 kilómetros. No me parece tan mal, siempre que luego haya otras galopadas (y las hay) más largas con grandes puertos. Tenemos, por ejemplo, 175 kilómetros con la Madeleine, la Croix de Fer y el Alpe d’Huez, y 200 km con el Aspin, el Tourmalet y el Aubisque. Puertos de toda la vida, adobados en esta edición con nuevos finales en subida: el Portet y la Rosiére. El Tour hace suyas algunas ideas de la Vuelta a España, las que han funcionado, pero sin perder su esencia. El público lo agradecerá.