El Ricky Rubio al que merecía la pena seguir esperando

Ricky Rubio ha polarizado a la afición española como pocos jugadores de esta inolvidable Selección cuyos pilares recitarán de memoria las generaciones futuras. Da la sensación de que siempre ha estado ahí, le conocemos tan bien que dejó de interesar salvo que hiciera lo insospechado. Pero hay algo que no parece cuadrar con todo lo que hay detrás de la figura del base de El Masnou. O que lo explica, en realidad: nació el 21 de octubre de 1990. Así que tiene 26 años. ¿Cómo puede tener 26 años y que parezca que siempre ha estado ahí? Así: debutó en la ACB con 14 años (¡en 2005!), fue titular en una final olímpica con 17 (2008) y en una final de Euroliga con 19 (2010). Y fue drafteado con el número 5 a los 18 (2009), con unas expectativas de megaestrella que desembocaron en recibimiento de estrella del rock cuando aterrizó en Minnesota sin cumplir 21 (2011). Es un currículum que colmaría las aspiraciones de cualquier jugador en la hora de la retirada. Para Ricky es la hoja de servicios cuando, en teoría, los mejores años de su carrera tendrían que estar todavía por delante.

Ricky era el niño de los 51 puntos, 24 rebotes, 12 asistencias y 7 robos en la final del Europeo Sub-16 contra Rusia. Un jugador que parecía destinado a cambiar el baloncesto. En Europa un talento generacional, en Estados Unidos una versión 2.0 de Pete Mavarich, con el que le compararon hasta físicamente. Y Ricky no ha sido eso, y parece que ha habido quien se lo ha tomado como una decepción muy íntima. Sí ha sido un base perennemente titular en la NBA (donde ha tenido altibajos tremendos) y un fijo en la Selección (con la que ha jugado torneos muy discretos). Pero con él no ha bastado. Todo lo que le imaginábamos ha sido munición para unos y trinchera para otros: un jugador del que se ha discutido mucho y sobre el que se han afilado las opiniones hasta los extremos.

Pero esta es la realidad: Ricky tiene 26 años. Quizá nunca vaya a ser un tirador fiable ni (seguramente) un anotador estable y probablemente eso seguirá apocando sus tremendas virtudes (en ataque y defensa). Y cuando sus (ya ex) Wolves apuntan a sorpresa feliz en la NBA, ha sido traspasado a unos Jazz (que son cualquier cosa menos jazz en Utah, el estado mormón) que se han quedado sin su gran estrella, Gordon Hayward. Tal vez siga teniendo altibajos y es probable que no le vengan las cosas cuesta abajo en un futuro cercano. O tal vez haya al final del pasillo alegrías en la NBA y más medallas en los veranos de la Selección. No lo sabemos, pero conviene seguir contando con un jugador que la pasada temporada fue de menos a más hasta alcanzar el mejor nivel de su carrera NBA y que por ahora ha trasladado ese momento de confianza y madurez a la Selección, con la que ha firmado dos extraordinarios arranques de partido (lo que han durado esos partidos, en realidad). Este verano, bajas y estados de forma en el zurrón, España necesitaba al mejor Ricky posible. Y el mejor Ricky posible en 2017 es este que hemos visto contra Montenegro y la República Checa. Un base dominante, de absoluto primer nivel, el jugador al que merecía la pena seguir esperando aunque el firmamento no estuviera en realidad, pasa muchas veces, tan increíblemente lejos.