“Pero, ¿adónde vas, chaval?”
Confieso que me ha sorprendido. Y el caso es que es la segunda vez, aunque a diferencia de ésta, la primera fue en positivo. Cuando nos separaba de Neymar un océano entero, sus pintorescas hazañas estaban acompañadas inevitablemente de dudas, aliñadas por aquel peinado de gallo, que tan a juego iba con su irreverencia y desparpajo con el balón. Lideraba un Santos campeón que se llevó un revés histórico en la final del Mundial de Clubes contra el Barcelona de Guardiola.
El gallo brasileño, recién salido de la adolescencia, pero ya siendo la principal esperanza de los pentacampeones del mundo, ahí es nada, comprobó lo lejos que estaba del primer nivel competitivo. Al saltar el charco en busca de ello, las sospechas continuaban, llegaba a un gallinero dominado por el más grande. En teoría, a nadie se le ocurriría meter en el mismo vestuario al 10 de Brasil con el 10 de Argentina. Hasta Cruyff expresó sus dudas en público.
Y ahí vino la grata sorpresa. El chaval aparentemente rebelde sobre el césped protagonizó una labor de humildad que ya es historia del fútbol. El paso de los meses confirmó que su actitud era sincera. Con ella no sólo propició un entendimiento exquisito con Messi dentro y fuera del campo, sino que se posicionaba claramente como futuro heredero del argentino en la cima del Planeta Fútbol. Demostraba inteligencia, paciencia, ganas de mejorar a pesar de poseer virtudes técnicas, estéticas y competitivas hace tiempo no vistas. Y en el césped hemos visto estos cuatro años de azulgrana a un Neymar grande, con el único pero, muy menor, de sobrepasarse en su superioridad técnica en partidos sentenciados y revolverse ante la inevitable patada de un defensa herido en su orgullo.
Con la llegada de Luis Suárez hemos asistido a la inesperada convivencia de tres gallos, formando un tridente que deja números de otra época y que, para colmo, parecían no separarse ni para ir al baño. Todo, absolutamente todo, estaba encauzado para que el heredero Neymar aguardase ganando títulos y marcando goles a que el rey Messi le cediese el trono del Barça y del mundo con naturalidad, como se cumplen los años.
Pero aquí nos topamos con la sorpresa negativa de este verano. La decisión de Neymar no sorprende por novedosa, es habitual que los grandes jugadores protagonicen los grandes traspasos y asuman nóminas estratosféricas. Sorprende porque contradice su actitud y su trayectoria de los últimos cuatro años.
Admitió en su presentación con el PSG que en su día fue al Barcelona para poder jugar con Messi, pero que ahora le seduce el proyecto del club parisino. ¿Quién se cansa de jugar con el mejor si además te llevas bien con él? Negó taxativamente que se marche en busca de más protagonismo o por el hecho de ganar casi el doble. Habló de nuevos retos, pero cuesta imaginar desafíos mayores de los que tenía por delante en el Barcelona y que acabamos de describir. El caso es que el propio Neymar negó todas las posibles explicaciones a su decisión. Es decir, casi la convirtió él mismo en lo que es para muchos, inexplicable.
Por supuesto que es libre de decidir su futuro y apostar por lo que le plazca. Pero, aunque la aventura le salga bien y gane Champions y Balones de Oro residiendo en París, será imposible no pensar para siempre que el camino que dejó súbitamente en Barcelona le habría llevado a cotas aún más altas.
Por eso, uno se imagina una conversación privada entre Neymar y algún peso pesado de la plantilla culé, donde le dice el veterano al joven brasileño, al que le vuelve a asomar la cresta: “¿Pero adónde vas, chaval?”.
Carlos Matallanas es periodista, padece ELA y ha escrito este artículo con las pupilas.