Oden o la teoría de la catástrofe
El 27 de junio de 2007 Portland Trail Blazers le dio el muy caro número 1 de uno de los drafts más célebres de los últimos años a Greg Oden, (2'13, 110 kilos) pívot de los Buckeyes de Ohio State. Mil días después, en 2010, un Oden de todavía 22 años pero devastado por las lesiones de rodilla aseguró que un buen día era aquel “en el que podía caminar un poco sin sentir dolor”. Hoy el calendario devora otra temporada en blanco para un Oden al que muchos han recomendado que comience a planificar su vida fuera del baloncesto y en cualquier caso lejos del río Columbia y la populosa Portland, donde pasó de héroe a mártir y de ahí a extraño villano. De reverenciado a compadecido, de querido a odiado y finalmente olvidado, sepultado por el reverso del gran sueño americano, que aún le puede reservar un último asalto: Miami Heat, a vueltas con su problema estructural con el rebote, le quiere en el habitual juego de apuestas de alto riesgo del tahúr Riley. Él se deja querer y prepara, mientras estudia en Ohio State, un regreso que querría completar para el training camp de la 2013-14. Y no sólo Miami, que tendrá cuentas pendientes con ese impuesto de lujo que será más de lujo que nunca la próxima temporada, sigue sus pasos. Otras franquicias se plantean firmarle hoy para tenerle atado mañana, el último pellizco de fama que aún no le ha robado al gigante Oden su paso por los Blazers. Una absoluta pesadilla a la americana.
Kevin Durant acabó en Seattle, vecino y rival de Portland, con esos Supersonics que quedaron en suspenso para dar paso a Oklahoma City Thunder, hoy una de las fuerzas motrices de la liga. Con Nate McMillan como meticuloso arquitecto, Portland puso en marcha un plan que nunca resultó de la forma prevista. Aunque el golpe de gracia fue la primera retirada de Roy con tan sólo 27 años, tres All-Star y unos infernales problemas degenerativos en las rodillas, fue la perpetua rehabilitación de Greg Oden el epítome del descenso blazer a los infiernos. La alargada sombra del jugador elegido por delante de Durant, hoy icono global en busca de su primer anillo. Los planes y el absurdo de Dovstoyevski: los Blazers y Oden.
Pero los directivos de los Blazers eligieron a Oden con el beneplácito de casi todos los que ahora les ponen en solfa. Durant era un relámpago de límites imposibles de evaluar pero Oden parecía un jugador nacido para ser ancla de un equipo campeón. La constante presencia defensiva, una montaña que oscureciese las zonas e hiciera muy fácil la vida para Roy y Aldridge, la argamasa que cohesionara el matemático sistema de McMillan y la respuesta al viejo axioma de la NBA, aquel que hizo saltar por los aires Magic Johnson: “si quieres jugar bien, ficha a un base. Si quieres ganar, hazte con un pívot”.
Antes de su número 1 de draft y antes de Ohio State, Oden eclosionó en Indiana, el estado del baloncesto, donde recibió amenazas de muerte por no ingresar en la universidad local tras sus años de instituto en Lawrence North. Criado en Terre Haute, orgullosa capital del valle del Wabash y antiguo feudo de exploradores franceses, saltó a Ohio State para llevar a la final universitaria a los Buckeyes, que gravitaban en torno a sus 213 centímetros y que cayeron ante una Florida superlativa. En esa final, su último partido junto a su amigo Mike Conley, Oden sumó 25 puntos, 12 rebotes y 4 tapones contra un rival cuyo juego interior es hoy un sueño NBA: Al Horford, Joakim Noah. Él y Durant fueron los primeros en más de tres lustros en ser nombrados All-American en su primer y único año en la NCAA. Cuando eligió el número 52 de los Blazers dejó atrás, sin ninguna derrota como local ni en el instituto ni en la universidad, una trayectoria retumbante y una imagen de líder templado y generoso, capaz de gobernar partidos mientras se recuperaba de una lesión de ligamentos en su muñeca buena, la derecha.
La leyenda negra del draft está hecha de desastres así, por azar o por mala cabeza, muchas veces por riesgo mal calculado. Los Blazers, ay, protagonizaron en 1984 el caso más sonado al elegir con el número 2 a Sam Bowie. Por delante de Stockton, Barkley… y Michael Jordan, número 3 para los Bulls y para la historia. Nadie culpó a Houston por darle el 1 a Hakeem Olajuwon, pívot eterno que ganó dos anillos en los dos años de ausencia de Jordan, entonces jugador de béisbol. Pero los Blazers… Bowie promedió poco más de diez puntos en cuatro años en los que se perdió demasiados partidos por lesión. El pívot malogrado por las lesiones y el alero para la historia: Bowie y Jordan, ¿Oden y Durant? Esta decisión forma parte de la cultura popular de la gran liga pero no tantos recuerdan que en 1972 los Blazers se hicieron con LaRue Martin en el número 1 de un draft en el que estaban McAdoo, Westphal… y Julius Erving. Martin sólo jugó cuatro temporadas en la NBA, Erving sigue jugando, colgado del cielo, en la retina de todos los aficionados. Martin y Erving, ¿Oden y Durant?...
El juego siempre ha gravitado en torno a un gran pívot, pieza básica en casi todos los equipos de leyenda. Miami Heat intenta redefinir esa ecuación pero en el primer fracasó de su big-three tuvo mucha culpa… Tyson Chandler, pívot-guardaespaldas de Dirk Nowitzki y jugador instrumental en el campeonato de los Mavericks: rebote, intimidación, cohesión defensiva. Hasta los Bulls de Jordan tenían pívots sufridos pero fundamentales en la albañilería, tipos de perfil bajo pero talla XL. Así que a los Blazers también les avalaba una historia que ahora se reescribe desde el estudio de arquitectura de los playmakers, los bases que dominan el juego y las últimas loterías: Rose, Wall, Irving, Rondo, Paul, Williams, Curry, Westbrook, Conely, Holiday… o Damian Lillard, la estrella que sí será en los Blazers. Oden era también una apuesta a contracorriente y un brindis a la vieja escuela, un gigante para martirizar a todos esos pequeños demonios sibilantes que estaban por llegar; El tránsito por una tradición que en la última década apenas han mantenido viva Yao Ming (número 1, 2002) y Dwight Howard (número 1, 2004). Un pedigrí que nos lleva a la primera elección de 1956 (Russell), 1959 (Chamberlain), 1969 (Kareem) o 1974 (Bill Walton), y de esa prehistoria maravillosa a los dorados años 80 y cinco loterías (1983-1987) con cinco centers descomunales como números 1: Ralph Sampson, Hakeem Olajuwon, Patrick Ewing, Brad Daugherty y David Robinson. La historia de la NBA, letra a letra. En 1992 los dos primeros puestos fueron para Shaquille O'Neal y Alonzo Mourning, cuyas batallas aún resuenan en los huesos de los años 90. La tradición de construir a partir de un pívot aglutinador de rebotes y amasador de stops (defensas que fuerzan posesiones improductivas del rival) seguía viva en la elección de Oden. Su destino entonces no estaba escrito. Tampoco el de Durant, tal vez sólo un anotador compulsivo y no el fiero híper jugador que ahora conocemos.
El imán de los centímetros, siempre fue así. No dejes que sea para otro, que nadie construya un equipo campeón con ese chico enorme que tú dejaste escapar. El pívot ha sido la pieza básica del juego tradicional de playoff: las defensas se endurecen, el ritmo se congela, los ataques se alargan, los puntos se ganan con sangre y los rebotes son cabezas de puente en territorio enemigo. Aunque ahora el juego haya virado hacia la producción en serie de bases atléticos y supersónicos igual que viró antes hacia el ala-pívot, puesto rediseñado por Garnett, Nowitzki y el mejor de todos, Tim Duncan. Desde 2000 (Shaquille O'Neal) ningún '5' puro ha sido MVP de la Regular Season. El propio Shaquille, Olajuwon, Jabbar, Moses Malones… todos fueron MVP de las finales aunque si hay un galardón que pertenece al center es el de Defensor del Año: 20 de los 30 que se han entregado han sido para pívots: el último Tyson Chandler y antes Howard (los tres anteriores) Ben Wallace (4), Mutombo (4), Mourming (2), Olajuwon (2)…
Oden, el tipo de rostro avejentado y mirada profunda y hundida: triste. El tipo de enorme corpachón, manos de gigante y sonrisa amistosa y sincera. El de la barba a lo Abe Lincoln, el fanático del Guitar Hero y las películas de Will Smith y Denzel Washington. El chico que difícilmente será el nuevo Bill Russell ni uno de los mejores jugadores defensivos de siempre tal y como vaticinaba el entrenador universitario Bruce Pearl: “Crecí en Boston y no me perdía un partido de aquellos Celtics así que sé lo que digo: Oden es un Russell aún más grande”.
La temporada 2009/2010 debió ser la de su despegue. Fue la consumación de la catástrofe: sus números y sus sensaciones mejoraban partido a partido hasta que el 1 de diciembre captura por primera vez 20 rebotes. La NBA contiene el aliento ante la eclosión tardía pero imparable de Oden… que cuatro días después, un maldito 5 de diciembre de 2009, sufre una grave lesión en la rótula de la rodilla hasta entonces menos dañada, la izquierda. Se pierde el resto de esa temporada y se pierde, hasta hoy, su carrera. El 17 de noviembre de 2010 se anuncia otra lesión en la rodilla izquierda y otra temporada suspendida en el éter. Durante el pasado lockout y a pesar de la renovación que le firman los Blazers, el rumor crece hasta confirmar una nueva tormenta de arena sobre el jugador incapaz de serlo: la recuperación se enfanga, la rodilla derecha necesita una operación. Es 3 de febrero de 2012. Apenas diecisiete días después es la rodilla izquierda la que tiene que pasar de nuevo por quirófano. Esa segunda operación lleva a otra porque descubre nuevos daños en los cartílagos.
Una decepción vivida en tiempo real por aficionados, medios de comunicación y cualquier curioso que haya querido asomarse por allí. Síntoma de nuestro tiempo, blog para contar la primera rehabilitación y blog del propio Oden, significativamente mudo desde octubre de 2009. El proceso social desesperante y revelador: del ánimo y la esperanza a la crítica y de ahí a la burla. De la empatía al desapego, de culpar a los hados a culparle a él por cualquier razón, culparle por ser un tipo sin estrella, caído en desgracia. En el prospecto del draft de 2007 no se avisaban efectos secundarios, no se sugerían ni las tramas ni los traumas mientras aquel espigado chico de la Universidad de Texas, Kevin Durant, se convertía en el nuevo emblema global del baloncesto. Primero culpamos a la suerte por apartar su vista de los nuestros, después a la víctima por no darnos lo que su simple mención sugería. Oden, machacado en las redes sociales, el termómetro de esta sociedad febril y posmoderna. Destrozado, ripped, por la ciudad que el clásico speaker Bill Schonely bautizó en los 70 y en otro contexto mucho más feliz como Rip City: Portland, sepulcro de los sueños de un chico corriente que primero quiso ser dentista y después, por no negar los dones de la naturaleza, jugador de baloncesto.
Dudas sobre su compromiso con la rehabilitación, sobre la ética de trabajo de quien pareció de repente un millonario descarado que disfruta de los réditos de un billete de lotería robado. Dudas y acusaciones sin más prueba que sus aireados escarceos con el alcohol y algunas fotos colgadas en la red (algunas con poca ropa: pecados de juventud más indecorosos que ofensivos) y sin más carburante que el paso del tiempo y la frustrante falta de buenas noticias. Cargas de profundidad contra un joven de 24 años que asegura que sus días son una sucesión interminables de horas en la máquina elíptica, sobre la bicicleta, en la piscina… No importa porque no hay resultados. Y así se justifica el tránsito de la empatía a una decepción cada vez más amarga y de ahí al olvido. Así somos y así nos lo recuerdan historias como ésta. Regalamos migajas de edulcorada atención hasta que los planes se tuercen y entonces aplicamos la estrategia de tierra quemada antes de mirar para otro lado. Hoy más que nunca porque nos enredamos en microhistorias, consumimos la actualidad en fragmentos de caducidad inmediata y leemos en hipervínculos. El desván de la memoria se llena de cadáveres tan rápido que hay que vaciarlo, airearlo constantemente. Nos despistamos más, nos despistamos más rápido y nuestros ojos saltan de un lugar a otro movidos por impulsos en realidad muy primarios: colores más brillantes, sonidos más estridentes, figuras más estrambóticas. El corpus de esta nueva sociedad de la información es todavía un bebé cuyo principal alimento son seres humanos triturados, licuados, consumidos hasta el hueso. Seres humanos como Greg Oden, un tipo bonachón que no pidió nada de todo esto, que creció y creció soñando con ser dentista y que nunca tuvo una concepción especial de sí mismo. Nada importa porque Eduardo Galeano tenía razón: el nuevo código moral no condena la injusticia sino el fracaso.
Vuelvo a la imagen que parece ya vieja y gastada, de allá por 2010, en la que Oden, casi siempre con muletas y con un constante atisbo de melancolía en una mirada sin brillo, aseguraba que para él “un buen día era aquel en el que podía caminar un poco sin que le dolieran las rodillas”. Ya entonces costaba reconocer a la súper estrella universitaria que fue, no digamos atisbar a un futuro All-Star de la NBA. La frase es una demolición, casi un dramático epitafio a una historia tan imposible que sigue sin ser escrita. Es, en un puñado de palabras, el diario de un hombre destruido, incapaz de volver a hacer lo que mejor sabe hacer, lo que le hacía sentirse querido. Por eso hay que interpretar esta tragedia más en términos de afectividad que de vanidad, la serena pero nostálgica dosis de realidad de quien aprende a estar de repente solo y apenas puede pedir auxilio con mucho disimulo. Y mucho pesar.
Sin esas historias en las que actualizamos a Ulises y a Hércules, sin esas moralejas en las que Cenicienta se casa con el príncipe y Goliath cae derribado una y cien veces, el deporte, la gran catarsis de nuestra sociedad, sería apenas una hueca hoguera de vanidades. Pero por suerte sigue abrazando mucho de lo mejor que tiene el ser humano, esa energía atávica y primaria que conecta a los chiquillos que juegan en un patio descascarillado con los hombres que ponen en juego un título, millones de ilusiones y puñados infinitos de dólares en una cancha NBA. Greg Oden, para el que un día feliz es un día sin dolor en las rodillas, cargó desde el instituto con las miradas de todo un país y desde el 28 de junio de 2007 con la responsabilidad de legitimar un número 1 de draft y llevar sobre sus hombros las ansias de gloria de todos los aficionados al baloncesto del estado de Oregón. Un proceso que ha revelado un negativo en carne viva para un hombre sensible, inteligente y reflexivo. Sísifo redivivo, un choque tras otro contra su propia frustración, una consciencia demasiado nítida sobre cuánto y para cuántos está resultando una decepción colosal. Una exigencia excesiva y ansiosa que ha devenido en una fragilidad psicológica demoledora para quien no sólo necesita rehabilitación física sino también reeducación fisiológica y cicatrización psicológica. Con el proceso en cuarentena todos los esfuerzos de Greg Oden son tierra yerma, la costa hostil y rocosa en la que naufragan una y otra vez sus rodillas, agotadas.
Greg Oden, demasiado empeñado en examinarse y demasiado envarado en las expectativas que despertó (recuerdo: el nuevo Bill Russell), ha llorado mucho. Y lo ha hecho apartado de los focos y las redes sociales. Cuando jugó, aquellos 82 partidos, lo hizo con cemento en las zapatillas, con la constante espada de Damocles que le obligaba a ser lo que sabía que podía ser, lo que todos necesitaban que fuera: su equipo, sus rivales, la NBA. Presión, frustración, estrés: ingredientes que cocinan a fuego lento esos miembros que en un momento dado dicen basta, cansados de cargar con más de 110 kilos pero cansados sobre todo de cargar con miradas de duda, con escrutinios milimétricos, con sentencias demasiado tempranas.