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El chico con el tatuaje de Sinatra

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Un blog para tratar el pasado, presente y futuro del baloncesto tanto nacional como internacional: ACB, ULEB, Euroliga, Eurocup y la NBA.

Autor: Juanma Rubio

El chico con el tatuaje de Sinatra

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Royce White tiene 21 años y un corpachón de 203 centímetros y casi 120 kilos repleto de tatuajes, uno de ellos de Frank Sinatra. Y tiene un rostro que vira a avejentado, de mirada profunda y ribeteado por una barba que homenajea a John Lennon. Royce White adora la música pero al contrario que tantos compañeros de canchas y generación prefiera a Prince o Adele antes que el rap y adora rebuscar entre la vieja colección de vinilos de su abuela. Tatuaje de Sinatra, barba de Lennon… Royce White es distinto, ni mejor ni peor, que tantos otros jóvenes afroamericanos que se abren paso a dentelladas en la jungla del deporte profesional yanqui. Lo es en la cancha por su talento diferente y orquestal (un brillante chico para todo, all around player) y lo es fuera de ella por culpa de un trastorno de ansiedad que le ha convertido en rara avis de un negocio que todavía venera al súper hombre y arrastra esquirlas de la idealización del macho alfa.

Royce White, aireado su problema mental, sólo vio caer su talento de top ten hasta el puesto 16 del último draft. Top ten: alero alto, 3-4, con las manos más grandes de toda la lotería y unas cifras en press de banca como ningún otro integrante del draft desde 2003. Fuerte pero sobre todo con un potencial descomunal como jugador capaz de anotar pero también y sobre todo de aportar en todas las disciplinas. Inteligente y distribuidor desde el poste, uno de esos raros point forward (un base pisando la pintura) que endulza cualquier sistema de ataque. Royce White se había medido de igual a igual en el año universitario a Anthony Davis, Thomas Robinson o Harrison Barnes (números 1, 5 y 7). Pero su particular problema abría un debate incómodo entre propietarios y general managers. El riesgo de dejar ir a una estrella contra el de no hacer diana en uno de los mejores drafts de los últimos años. Una situación nueva para arquitectos de equipos acostumbrados a manejar otras variantes en la proyección de tantos chicos tan jóvenes y tan talentosos: madurez, ética de trabajo, engine (motor)… Boston Celtics le prometió el 21 que finalmente fue para Jared Sullinger. Royce White salió del agua antes, en el número 16, pescado por Houston Rockets, equipo en reconstrucción que se limitó a medir en términos de capacidad y oportunidad. A partir de ahí podría, y hubiera sido precioso, haber comenzado uno de esos cuentos de hadas tan a la americana: White se integra con su enfermedad bajo control, sirve de inspiración para otros que sufren el mismo mal u otros similares e incluso opta desde la estación más temprana de la temporada al galardón de Rookie del Año.

Nada de eso ha sucedido. De hecho hasta ahora casi nada ha ido bien. Porque esta no es una historia de superhombres y sus hazañas hercúleas. Esta es una historia sobre una persona y sus conflictos. Pequeña o grande, es una historia sobre el mundo real.

La situación, la realidad, es la que sigue desde aquella noche de lotería del 28 de junio en el Prudential Center de Newark: Royce White falta al arranque del training camp de los Rockets, el 1 de noviembre en McAllen, porque negocia en ese momento una solución (viajes en autobús) para un terror que es dinamita para su problema de ansiedad: los viajes en avión. Menos de dos semanas después protagoniza otra espantada cuando los Rockets insinúan su asignación a la D-League (Rio Grande Valley Vipers) junto a otros dos rookies: Scott Machado y Donatas Motiejunas. Desde entonces ha cruzado, con Twitter como invasiva arma de doble filo, insinuaciones, acusaciones y reconciliaciones a medias con una franquicia con la que todavía no ha debutado en Regular Season y en la que su única promesa de un futuro feliz ha sido su paso por la Summer League de Las Vegas con unos saludables promedios de 8’4 puntos, 7’2 rebotes y 3’6 asistencias por partido. La situación se acaba de agravar con el fin de año cuando el jugador, missing, ha rechazado otra vez engrosar las filas del afiliado en Liga de Desarrollo de los Rockets.

White marca terreno: “He decidido junto con mis médicos que no sería bueno para mí salud”. Y después golpea: “Desde las oficinas de los Rockets no pueden decidir sobre mí personas que no están cualificadas desde el punto de vista médico”. En Texas por ahora capean el temporal y ni por asomo se plantean dejar ir al jugador y su contrato garantizado por dos temporadas (1’6 y 1’8 millones de dólares). Pero el debate se complica en Estados Unidos. White, que hizo pública su problemática para ayudar a otros que la padecen, puede estar lanzando piedras contra ese tejado al que ha comprometido mucha de su energía. Si la cosas se tuercen definitivamente, ¿habrá cerrado la penúltima puerta a otros jóvenes deportistas con trastornos como el suyo o similares? ¿Está ayudando a destruir un tabú o agigantándolo en un país en el que algunos ya le ven como un joven casquivano que gana mucho dinero y practica el absentismo laboral? ¿Cobija en esos problemas de ansiedad otras fallas disciplinarias o se trata de un pionero capaz de reescribir las normas y de establecer nuevos vínculos de comprensión y sostenibilidad de la salud mental de los deportistas en la franquicias estadounidenses? El asunto es peliagudo porque ya no sólo le afecta a él. Y lo es como lo es cualquier cuestión en la que colisionan las esferas pública y privada. 2012: luz y taquígrafos sustituidos por webs especializadas, redes sociales e inmediatez febril.

Cargas pesadas se tenga o no esos problemas de ansiedad que son definidos así por quienes los padecen: “es como si fueras un coche. La mente es el motor con el acelerador pisado a fondo pero el cuerpo sigue parado en plaza de parking”. Adrenalina disparada, miedo y secuelas físicas que trascienden el epicentro de los ataques. Taquicardias, manos temblorosas, verbo acelerado. Y en el caso de White miedo a volar, otro trauma delicado en esta NBA de constantes e interminables giras. Y todo desde que jugando al baloncesto con apenas diez años un amigo suyo, LaDream Yarbrough, casi cae fulminado por un problema cardiaco hasta entonces oculto. Sobrevivió pero sus convulsiones y su flirteo con la muerte cambiaron para siempre a Royce White.

Ahora White se enfrenta a un negocio que su médico, la doctora Mary Wilkins, le dibujó como “creado para destruir” a tipos como él. Un mundo que quiere historias extraordinarias y que huye de lo humano en busca de proezas y sagas posmodernas. Y que todavía glorifica el ideal del macho y sus atributos en una estrechez de visión que no ayuda a comprender a un chico con un problema tan mundano pero a la vez no demasiado cotidiano como Royce White. Un mundo que regala pero también destruye sueños, que aterra: el gurú universitario John Calipari explicó que Michael Kidd-Gilchrist, su guerrero ultra competitivo en Kentucky y número 2 del último draft, le llamó en verano aterrado y minúsculo. Se sentía, un tipo que es proyecto de jugador tremendo por consenso, demasiado poco para triunfar en ese afilado Himalaya que es la NBA.

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Calipari precisamente le quiso en Kentucky y logró un compromiso que se rompió porque White no subió al avión que le debía llevar a una Universidad que rechazó, según su versión, porque no era un buen lugar para criar a un bebé. Su novia se acababa de quedar embarazada, él quería jugar más cerca de casa y eligió para sorpresa de muchos Iowa State. El exjugador Fred Hoiberg fue su entrenador en los Cyclones, confeccionados por un Jamie Pollard que pronto supo que White no era un jugador más. Al final de una cena en su casa con los recién reclutados, todos salieron a tirar unas canastas con los hijos de Pollard. Todos menos Royce White, que se quedó tocando el piano con la hija pequeña del ejecutivo. La música ha sido hasta ahora un lugar menos contradictorio para él que el baloncesto. Sueña con dar forma al sello discográfico IAMU después de un período en el que dio por completo la espalda al baloncesto y se encerró en un estudio de grabación, hastiado de los desórdenes de una estrella de instituto inmadura, problemática y con un trastorno con el que todavía no se había ni familiarizado ni conciliado. Baloncesto y chicas, denuncias por robo y agresión a vigilantes de seguridad, incluso sospechas sobre reclutamiento ilegal cuando pasó de DeLaSalle a Hopkins High School. Todo eso pero también el alumbramiento mediático cuando se le nombró segundo mejor alero de High School de todo el país. Inmadurez y ansiedad, un cóctel molotov. Anunció su adiós al juego en un vídeo de Youtube que pronto tuvo que retirar y finalmente volvió para triunfar en el baloncesto universitario y exhibir una vida transformada: hábitos saludables, rutinas controladas y una recién descubierta madurez. Una joya peligrosa (comparaciones con Boris Diaw o Antoine Walker) que susurraba en el oído de todos los cazatalentos que rodean a la noche del draft: pensar en términos de riesgo o de oportunidad con un jugador de casi siete pies que lideró a Iowa State en puntos, rebotes, asistencias, robos y tapones. All around player y un físico listo para triunfar en la gran liga. ¿Y la mente?


Ahora mismo esta es la situación. No sabemos si se desbloqueará, si Royce White debutará esta temporada, si será un habitual en el fin de semana del All-Star o si no llegará a jugar nunca en la NBA. Me encantaría que le fuera bien, me encantaría que viviera una carrera lo más normal posible con su enfermedad bajo control. Me gustaría que se transmitiera ese mensaje, para él y para todos, los que sufren problemas mentales y los que no terminan de asumirlos como las patologías que son, ni excluyentes ni intratables. Creo que White fue valiente al hacer pública su condición antes de ser jugador profesional y de haber firmado ya su primer contrato con un montón de ceros. Él hizo lo que no hicieron en el albor de sus carreras otros que han convivido con la ansiedad como Ricky Williams y Brandon Marshall (NFL) o Zach Greinke (MLB). Y él se defiende ahora de los que mezclan enfermedad con falta de disciplina y ambición: “Quizá vosotros sacrificaríais vuestra salud por hacer carrera en el baloncesto profesional. Pero yo no pienso hacerlo”.



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El deporte profesional es un monstruoso lienzo de colores chirriantes y contrastes imposibles, una selección magnificada de lo que es la sociedad. De lo que somos para lo bueno y para lo malo. Seguramente sea un error extraer conclusiones universales de las vivencias de un chico que juega al baloncesto, una historia entre un millón, y desde luego lo es hacerlo cuando todavía está a medio escribir. O eso espero. Pero lo haremos, lo uno y lo otro, porque así devoramos todo para alimentar al monstruo social que habitamos. Por eso creo que merece la pena echar un vistazo cuando las cosas todavía no han ido ni heroicamente bien ni funestamente mal. Entre récords, victorias estruendosas y colisiones para los anales, no está mal revisar de vez en cuando estas historias que sudan realidad sin un ápice de cuento de hadas. La historia de una persona con un problema. Nada más. Por los deportistas, personas al fin y al cabo aunque a veces no nos guste y aunque muchas veces ni lo parezcan. Por quienes padecen lo que ellos con menos medios y sin ninguna ayuda. Y porque al final ese montón de historias, las pequeñas y las grandes, dibujan lo que somos, una moneda que a veces sale cara y a veces cruz y que para Royce White sigue en el aire, girando y girando.



4 Comentarios

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alex

Me ha gustado la entrada,sigue así!

01/02/2013 10:25:14 PM

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Javier

Estupendo artículo, me conmueve la historia de este chico, sin duda con mucho talento. Solamente una correción, si no me equivoco llegó a jugar 4 partidos. Como dije antes, excelente artículo.

01/06/2013 03:43:01 AM

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Javier

Siento mi anterior comentario, los partidos fueron de preseason. Un saludo!

01/06/2013 03:48:59 AM

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Band

Grandes artículos, Juanma, esto sí es periodismo deportivo. Espero que escribas más a menudo.

01/06/2013 08:41:32 PM