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Un banderín en la tienda de cachivaches


Uno de mis grandes placeres en esta vida es subir a Miraflores de la Sierra a comer caracoles. Una vez al mes me escapo con mi mujer y mis hijos a disfrutar de una buena fuente de moluscos terrestres, bañados en esa salsa espesa, con mucho pimentón, que siempre consigue volverme los ojos del revés.

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Mi idilio con los caracoles comenzó en la más tierna infancia. Mi abuela hacía una caracolada cada 19 de marzo. El día de San José era esperado por todos como uno de los grandes acontecimientos del año. Mi abuelo, don José Ropero Ropero, un tiarrón de dos metros de alto, originario de Villanueva del Trabuco (Málaga), veterano de varias guerras y, con total seguridad, el hombre más bueno y alegre que ha pisado este mundo, llevaba cada mañana de domingo a su manada de nietos a cazar caracoles. Porque, para los que no lo sepáis, los caracoles, aunque sin prisas, se cazan; o eso nos decía él.

Así que un regimiento de enanos, capitaneados por su abuelo, recorríamos la rivera del Esgueva, y las acequias cercanas, en busca del preciado manjar, en katiuskas y chubasquero. Si el sábado había llovido volvíamos con cubos y cubos, llenos a rebosar. Mi abuelo tenía un corral con conejos y gallinas, y un huerto en el que cultivaba hortalizas que muchas veces se iba comiendo, sin aguantarse la gula, según iba avanzando, aireando la tierra con la azada. En un apartado había una gran bañera, cubierta por unos plásticos, en la que iba acumulando kilos y kilos de caracoles en las semanas previas a la fiesta. Ahí se iban limpiando, mientras los niños jugábamos con ellos y hacíamos carreras.

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Mi abuelo era un hombre de campo. Tenía las manos grandes y duras, callosas de trabajar, y reunía siempre una multitud a su alrededor cuando nos íbamos ‘de chatos’ los domingos antes de comer, para celebrar el éxito de la caza. Con su acento andaluz, y un humor fino pero ingenuo, nacido de la alegría por vivir y de las ganas de hacer felices a los demás, se lanzaba a contar chistes con un arte infinito. Todos los que le escuchaban terminaban llorando de risa. Él se paraba, según contaba la historieta, para mondarse por lo que iba a decir. La alegría es contagiosa. “¡¡Chicoooo!! Ponme un clarete y una tapita de sangrecilla”. Todo el mundo quería a mi abuelo Pepe.


Hay momentos en la vida que no se pueden olvidar, que marcan para siempre. Varios de ellos tienen como protagonista a mi abuelo. Muchas tardes cogíamos espárragos trigueros en el pinar. Luego me llevaba de paseo y me enseñaba a distinguir las plantas comestibles de las que sabían a rayos, las golondrinas de los aviones y los vencejos, las águilas ratoneras de las culebreras. A disfrutar del vuelo de un cernícalo y a poner trampas para conejos, que luego había que dejar despellejados al aire, hasta que olían, y que mi abuela cocinaba en la olla con arroz, como un manjar que él consideraba digno de reyes.

Recuerdo un día que vio a unos treinta o cuarenta metros una torcaz. Se agachó como un meteoro, cogió una piedra y la lanzó como una exhalación. Impactó en plena cabeza. “¡Hala, al estofado!”. Yo aquel día le adoré. No podía dejar de mirarle extasiado. Era imposible alcanzar al bicho a esa distancia y él lo había hecho con absoluta naturalidad. El hambre agudiza el ingenio y nuestros abuelos lo sufrieron. Desde ese día, cada vez que lanzo una piedra, apunto a una paloma torcaz imaginaria. Aún no he conseguido acertarla.

Mi abuelo Pepe murió de un infarto. Pero lo hizo como vivió, intentando no molestar y transmitir alegría. Él se sintió mal, pero para que nadie se incomodara se calló, no dijo nada, y se aguantó el dolor. Vivía en un último piso sin ascensor y resistió tres días, mientras se moría, hasta que ya no pudo más y se fue al hospital el solo; para no estorbar. El médico le vio, gigante, dos metros de pura humanidad, quitándole importancia e intentando contar chistes mientras se le escapaban las lágrimas de dolor. “Pero buen hombre, ¡qué ha hecho! Si hubiera venido el primer día le hubiéramos podido operar. Ahora ya no tiene arreglo”. Murió poco después, en aquel hospital, contando chascarrillos y añorando su clarete, su pincho de sangrecilla, sus nabos y su partida de sobremesa.

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Su funeral fue en San Pedro Apóstol y la iglesia estaba llena a rebosar. ¿Cómo podía conoce tanta gente a mi abuelo Pepe? La mayoría lloraba de pena mientras hablaba de su alegría. ¡Qué paradoja!

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Todos tenemos que morir, pero no todos lo hacen tras haber vivido.

Una vez al mes, cuando subo a Miraflores a comer caracoles, unos caracoles magníficos pero que solo son una sombra de aquellos que hacía mi abuela los días de San José, me acuerdo de un gigante, y reafirmo mi propósito de intentar vivir la vida con toda la intensidad posible, como hizo mi abuelo Pepe.

Quimera imposible.


Y ahora, el premio para los que habéis llegado hasta aquí, y el motivo de este artículo que ha transcurrido por derroteros inesperados. Después de comer, siempre damos un paseo por el pueblo, o por alguno de sus parajes, poblados de bosques de robles, tétricos en invierno y llenos de vida en verano. Dentro del casco, muy cerca de la plaza, hay una pequeña tienda que se llama ‘El patio de atrás’. Según el dueño es una tienda de decoración. En realidad es una especie de rastrillo de antigüedades inútiles. Un almacén de cachivaches viejos. Ni siquiera podría ser considerado un anticuario. El dueño, un hombre misterioso, siempre está en la tienda, también los domingos por la tarde, pujando en Internet por extraños lotes de objetos más extraños todavía.

En esa tienda se pueden encontrar pósters de películas antiguas, cascos de bobby, o de la guerra civil, botellas de cocacola de los años 50, insignias (lo que ahora llamamos pines) con los motivos más peregrinos, cazadoras de aviador de segunda mano, vestidores, muñecas de porcelana, navajas de afeitar de nácar o juguetes de latón. A mis hijos les encanta. Siempre terminan engañándome, apelando a los recuerdos de mi infancia, y me sacan una peonza de combate o un sobre de soldaditos.


Desde hace meses dormita en la tienda un banderín algo desteñido de Los Ángeles Rams. Venía en un lote y el tendero dice que “no le interesa a nadie”. Cada vez está más escondido en un rincón. Como poco es de los años 70’, o incluso anterior, y el tipo pide por él 30 euros, que es menos de lo que cuesta uno nuevo.

Siempre estoy tentado de comprarlo, seguro de que está en la tienda esperando a que me decida, pero también estoy seguro de que alguno de vosotros, fanático de los Rams, puede disfrutar más que yo de un objeto que tiene auténtico valor para un enamorado de ese equipo. Ya lo he decidido. Si nadie se anima, el sábado 19 de marzo, cuando vuelva a Miraflores a comer caracoles, y a recordar mi infancia, entraré en la tienda de cachivaches y me llevaré el viejo banderín.

Tenéis tres semanas para adelantaros.