España ganó el bronce el domingo y por la noche tenía escrito mi blog, que debería ser esta entrada. Lo releí y lo dejé en la papelera del ordenador. Creo que la sueca de la recepción no lo hubiese entendido, a pesar de que tiene un buen castellano porque fue guía un año en Tenerife, vivió cuatro años con un español en Málaga, y acabó regresando a su casa de Malmoe porque al final los hombres del Sur somos más arrogantes que cálidos. Y ella, dice, necesitaba mucha demostración de afecto.
El asunto es que mientras la recepcionista estaba decepcionada por no conseguir el bronce su país, yo estaba decepcionado sólo con el bronce. A ella le parecía poco lo suyo, y a mí lo mío. Yo escribía en caliente, e influido porque había tenido la sensación desde diciembre de que España estaría en la final. Y no es lo mismo la plata que el bronce, aunque lo importante sea subirse al podio. ¿Puede alguien decepcionarse con un bronce? El domingo, yo. Lo asumo. Por eso destruí aquellas líneas, entre lo visceral y lo romántico.
Esta mañana, cuando he salido a pasear en el frío Madrid, tiritando más que en Malmoe, porque no llevaba el gorro de lana, ni la bufanda de dos vueltas, ni guantes térmicos, ni camiseta interior debajo de la camisa, ni mis botas de montaña que llevé a Suecia aunque destrozasen mi imagen con pantalón de vestir, pero con la claridad de ese sol que aquí es rotundo y allí casi tenue, como las bombillas de bajo consumo, pues en ese marco que describo he pensado que el bronce es un triunfo. Y no por venir del puesto trece, que ese fue un fracaso y sólo quien se defienda puede esgrimir ese precedente, sino porque es la segunda vez en la historia que España sube a un podio en un Mundial. Es decir, un bronce tiene un valor intrínseco que yo no veía con la luz débil de Suecia, y que me parece un logro al brillo natural de por aquí.
Eso sí, no cambio un ápice de opinión: no me gustó el partido por el bronce. Me pareció flojo, insulso, de los peores del Mundial. No por España, también por Suecia. Cierto también que era el choque de los deprimidos, de los teloneros el día de la final, el décimo partido de ambos equipos en menos de veinte días. Eso, en parte, justifica la falta de brillantez, que a la postre queda corregida por la emoción del marcador. Y por la victoria.
No entendí el siete de salida español, por más que Valero Rivera tuviese su criterio de buscar la sorpresa y de conseguir que Alberto Entrerríos y Gurbindo llegasen vivos al final. Los dos habían sido claves en que España estuviese luchando por el bronce, y Maqueda no es que fuese una sorpresa para los suecos, es que no había jugado nada y era una apuesta a vida o muerte para el chaval. Sinceramente, a este nivel ya no hay sorpresas, salvo que se tenga un crack preparado exclusivamente para la final. Y cuando escribía los otros renglones de la papelera, estaba peleado con el mundo: ¿cómo hemos podido ganar por sólo un gol a una selección en la que su mejor jugador, Doder, ha pasado por España como un central aceptable sin más, y ahora juega en la Segunda alemana? Es que repasas la alineación sueca…y quitando a Kallman ¿cuántos de ellos jugarían en el Ciudad Real o en el Barcelona? Y llegamos empatados al descanso porque los suecos habían perdido más balones que goles habían metido, muchos de ellos por malos pases, por faltas en ataque, por pasos. Sinceramente, ese partido había que amarrarlo desde el principio, aunque entiendo lo que dice Valero: los partidos son muy largos.
Pero yo no tomo las decisiones, como tampoco la del siete ideal, en la que me cuesta demasiado creer que no haya hecho méritos ningún español, y sí estuviese incluido el bueno de Doder, que tuvo el detalle de decirme que vale, sí, la Asobal es superior a la Segunda alemana, pero allí cobra cada mes y con puntalidad.
Pues ahora que tengo claro que el bronce tiene mérito, que me alegro profundamente por los 16 jugadores y por los técnicos, pero en especial por los hermanos Entrerríos, por su abrazo final con la familia en la grada en la que faltaba la madre que habían enterrado en un camposanto de Asturias sólo un mes antes. Y también por Valero Rivera, porque su historial se merecía un premio, y hasta el mismo andaba tan emocionado en el Malmoe Arena que mojó su moquero secándose las lágrimas…y hasta pidió un minuto para recuperar la palabra cuando balbuceaba ante la prensa. En esos momentos me pareció un gesto tan humano que es digno de destacar. Y lo más importante, este bronce le viene bien al balonmano y al deporte español. Las alegrías colectivas tienen mucho de alivio.
PD.
Un lector del blog me pide que le informe dónde puede comprar camisetas del Kiel. En tienda no lo sé, pero sí que por Internet y en la página del equipo alemán no tiene problema, y sin recargo.
Y Metaloplástica me incita para mantener la polémica a que escriba los nombres de las cinco estrellas francesas: Karabatic, Gille (el pivote), Omeyer, Abalo y Guiigou, más Dinart, que le rebajo porque sólo defiende.