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Magic Johnson: la leyenda cumple 50 años

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Tengo una idea bastante aproximada de hasta qué punto Magic Johnson es el responsable de que adore el baloncesto, de que la NBA capitalice tantas de mis noches en vela, de que lleve más de la mitad de mi vida soñando con el oro y púrpura de los Lakers e incluso sería asunto de interesante revisión el porcentaje de culpa que tiene Earvin Johnson Jr. en que mi vocación fuera, desde que recuerdo tener alguna, escribir sobre deporte. Que es, al fin y al cabo, escribir sobre sueños, sobre milagros a veces cotidianos y a veces contra las leyes de la lógica y la física (todavía cruza mi retina la sombra de Usain Bolt y su 9.58); es contar historias de drama, de superación y éxito, condensar en palabras mucho de lo mejor que hay (quizá más bien de lo mejor que queda) en el espíritu humano. El deporte son tantas cosas, tantos momentos inolvidables y tantas leyendas, que parece imposible ponerle cara, condensarlo en un gesto. Para mí, sin embargo, esa cara es la de Magic Johnson y ese gesto es cualquiera de los muchos que conservo para siempre asociados a la camiseta número 32 de los Lakers, a las viejas noches del Forum de Los Angeles. Magic Johnson (14 de agosto) acaba de cumplir 50 años. Lo celebro, le saludo y brindo por (asunto más que opinable, lo sé) el jugador de baloncesto más grande de todos los tiempos.

Escribir sobre deporte, decía. Una tarea que minimiza el terror a la página en blanco que asuela a los escritores de ficción: siempre, casi siempre, hay algo sobre lo que escribir. Siempre son otros los que con sus hazañas, sus victorias y sus derrotas, dan alas a las plumas (ahora teclados, claro). Por eso el miedo es muchas veces no llegar, no alcanzar a dibujar con palabras la grandeza de momentos que robamos a otros sin más intención que compartirlos; Y contarlos. Y ese es, lo reconozco, mi caso con Magic Johnson. Quizá porque nunca un apodo, ya una marca registrada y para algunos casi un cliché, ha resultado tan acertado, tan descriptivo y tan apropiado. Porque seguimos buscando en cada partido, en cada jugada, rescoldos de magia, esencia de Magic. Que pregunten (y aquí hay un mensaje implícito para los aficionados más jóvenes) a Deron Williams o a Chris Paul, no digamos a Baron Davis, por sus referentes y sus aspiraciones.

Magic cumple 50 años y la NBA, con razón, lo celebra. Cómo no hacerlo. Hoy, a los hombros del huracán Jordan y en plena efervescencia de la era LeBron (que también podría ser la era Wade y que a la hora de la verdad sigue siendo, por ahora, la era Kobe) cuesta recordar que la NBA era tres décadas atrás un campeonato acorralado, encaminado a recibir el tiro de gracia mientras los inversores se giraban hacia el hockey sobre hielo e incluso el fútbol. Sí, el soccer, tan mal estaban las cosas para la gran liga estadounidense, todavía en busca de estímulos, de chispas vitales que ayudaran a superar viejas cicatrices, algunas tan profundas como la brecha racial que se abría entre jugadores y público e inversores potenciales tras la explosión de los jugadores de color. Una vieja y vergonzante cuita hoy (por suerte) prácticamente pero (por desgracia) no del todo superada en todos los estamentos de la sociedad norteamericana.

Sí, Magic salvó a la NBA. Magic y Bird, Bird y Magic, una rivalidad eterna y colosal que generó la ola que creció imparable hacia una expansión mundial que ya era un tsunami cuando la cabalgaba Jordan a medida que los tiempos cambiaban: internet, proliferación de retransmisiones, multiplicación (en número y peso específico) de jugadores europeos en la liga… la NBA se transformaba en lo que es hoy: algo gigante pero en muchos sentidos más terrenal, el vástago de una época inmediatamente anterior en la que todo nos parecía a un palmo del firmamento, tan lejos que cada historia y cada imagen nos llegaban ya convertidas automáticamente en leyenda, en escritura sagrada del baloncesto. Magia: Magic como padre y maestro de ceremonias de todos aquellos momentos legendarios que se han quedado, fotografías fijas en el tiempo, grabados en nuestra memoria. Saludando los 80 con los duelos contra los Sixers y los 90 con la alternativa a los Bulls de Michael Jordan y Phil Jackson. Por el camino, la madre de todas las rivalidades ante Boston y el voltaje desbocado de las luchas contra aquellos ‘Bad Boys’ de Detroit Pistons.

 Para hablar de Magic Johnson hay que hablar -pero no sólo hay que hablar- de cifras y datos, verter estadísticas rotundas. Porque Magic, ganador salvaje, nos enseñó que hay cosas más importantes que una victoria. Y, paradójicamente, lo hizo ganando y ganando hasta que lo que realmente nos terminó por enseñar es que no todas las victorias valen igual. Y que, si no fuera así, importan los caminos y las formas de alcanzarlas. Sólo eso explica una de las sonrisas imposibles de olvidar de la historia del deporte. La del triunfo, de la diversión, del premio al sacrificio, de la satisfacción… la sonrisa de la magia.

Demos las gracias por lo tanto al periodista que le dio su apodo, Fred Stabley Jr. No le quito mérito, pero convengamos que la imaginación se inflama con facilidad cuando, como fue el caso, se acaba de asistir a una exhibición descomunal de un chico del Everett High School: 36 puntos, 18 rebotes, 16 asistencias. Agradezcamos a su madre que aceptara el sobrenombre de su hijo –el sexto de diez hermanos- a pesar de que no mezclaba bien con su estricta moral cristiana. No olvidaré en el capítulo de agradecimientos a los Jazz, que habían vendido su elección de draft para hacerse con Gail Goodrich en una operación que dejaba en bandeja a los Lakers el número 1 de la lotería de 1979. Los Lakers y Magic estaban destinados a encontrarse para esplendor de la liga, que descubrió en uno de sus mercados más poderosos y en una de sus franquicias más significativas al motor de explosión que lanzó al campeonato lejos de cualquier agujero negro y hacia una galaxia que era en realidad una nueva era. Desde sus primeros entrenamientos como rookie en L.A., Magic capitalizaba la atracción mediática a un nivel nunca visto hasta entonces. Después, en su primer partido, se volvió literalmente loco cuando su equipo ganó con una canasta de Jabbar sobre la bocina. El propio Kareem le calmó: “quedan 81 partidos…”. Y los playoffs. Y las finales. Y qué finales fueron aquellas…

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Magic - Bird, una rivalidad para la historia

Magic fue rey y MVP en aquellas finales de 1980, campeón en su año de novato después de que el título de rookie del año se lo hubiera robado… Larry Bird, claro. ¿Primera escala de una rivalidad que forma parte de la mística de la historia del baloncesto? Ni mucho menos. En sus años como universitario, Magic decidió jugar en su tierra, Michigan State. Con los Spartans alcanzó la gloria a costa de… sí, la universidad de Indiana State de Larry Bird. Sigue siendo la final de la NCAA más vista. Es todavía la más recordada. Ganó Magic.

Allí comenzó a funcionar una sociedad antagónica, un ejercicio de rivalidad perfecta, una Némesis perenne que catapultó a la NBA y al baloncesto. Quien no viviera aquellas finales Lakers-Celtics, sólo tiene que pensar en todo lo que significó a nivel de seguimiento y audiencias el cruce de los dos sagrados transatlánticos en las finales de 2008. Esa rivalidad quedó personificada en Magic Johnson y Larry Bird, dos genios que lideraban dos equipos geniales, dos jugadores descomunales que ponían rostro a dos descomunales grupos de jugadores. El verde y el blanco contra el púrpura y el oro. El letal tirador blanco contra el efervescente mago negro, los fastos del showtime de los Lakers contra la raza del Celtic Pride de Boston…Lo que sucedió entre 1983 y 1987 es, insisto una vez más, historia sagrada del baloncesto.

En 1984, los Celtics ganaron por 4-3, con América literalmente en vilo en el séptimo partido que cerraba el primer choque de los dos colosos desde 1969. Los Celtics crearon un infierno para Magic, que alternó las 21 asistencias del tercer partido con errores cruciales en el cuarto y el séptimo. Ese anillo perdido (“el que deberíamos haber tenido pero nunca tendremos” en palabras del propio base) tuvo respuesta en el 85, una venganza que fue señalada por Magic y Kareem como una de las cúspides de sus respectivas e históricas trayectorias. Con sus dos gigantes, los Lakers voltearon una serie abierta con una derrota brutal (148-114, la archifamosa “Memorial Day Massacre). Y abrieron el camino al triunfo definitivo sobre el eterno rival, el del 87, el de la imagen imborrable del “babyhook”, la réplica a pequeña escala del legendario Skyhook que Magic aprendió entrenando junto a Kareem. Una versión del gancho del cielo que Johnson perfeccionó para destruir literalmente, jugando en el poste, a aquellos bases que se veían obligados a correr con la lengua fuera tras aquella sombra de 2’06 que se movía a la velocidad de la luz y pensaba todavía más rápido. Aquella canasta por encima de Parish y McHale en el cuarto partido (106-107) quedó para la historia junto a la inmediata reacción de Larry Bird: “siempre cuentas con que puedes perder con los Lakers por un gancho… pero nunca con que ese gancho te lo va a meter Magic”. Con todo, ese no fue el momento más grande de Magic Johnson en su historia de constantes viajes a las finales…

Porque ese momento está reservado para una de las exhibiciones más increíbles que nunca se han visto en una cancha de baloncesto, y vuelvo a la final de 1980, en la que los Lakers de un rookie Magic Johnson se medían a los Sixers. El base había llegado a LA para formar un arma definitiva junto a Kareem, y todo marchaba sobre ruedas hasta que el center se lesionó antes del sexto partido. Su lesión (marchaba a ritmo de 33 puntos por partido) sembró el pánico en el entorno laker. Pero en aquel sexto partido y ante Julius Erving y compañía, el novato Magic Johnson ejerció de pívot en el lugar de Kareem. Se encargó del salto inicial y jugó en literalmente todas las posiciones a lo largo de un partido en el que fue un demonio irresistible: 42 puntos, 15 rebotes, 7 asistencias, 3 robos de balón. MVP de las finales como rookie en la temporada siguiente a haber sumado el título universitario: ganar; Con el equipo a la espalda: ganar.

Ganar contra los Sixers, contra los Celtics, contra los Pistons en aquellas luchas sangrantes, cuando Magic ya había demostrado que era también un anotador constante (mejoró su tiro y aumentó su peso anotador a medida que llegó el declive y posterior reitrada de Kareem): más de 21 puntos por partido en la final del 88, la del repeat que lograron los Lakers (el primer equipo en lograrlo desde el 69) tras sobrevivir a series terribles ante Utah y Dallas, tras aplacar el terremoto físico de los Pistons. Sólo el descomunal triple-doble de Worthy en el séptimo partido (36 puntos, 16 rebotes, 10 asistencias) privó del MVP a un Magic que, en total, acumuló 9 finales en sus 12 temporadas en la NBA, la última en 1991 para dar la alternativa a los Bulls, a Jordan y Phil Jackson.

Nueve finales y cinco anillos en 12 temporadas. Tres veces MVP de la Regular Session, otras tantas de las finales. 12 presencias en el All-Star con dos MVP, 9 nominaciones en el mejor equipo de la liga. Ese era Magic, capaz de dar 24 asistencias en un partido de playoffs, 21 en uno de las finales o 22 en un All-Star. Capaz, por físico y talento, de sumar 138 triples-dobles (segundo en la historia por detrás de Oscar Robertson y sus 181).

El baloncesto entra en una nueva era

Pero Magic, más allá de eso, revolucionó el juego. Ya no valía aquello de “ficha bases si quieres jugar bonito pero ficha pívots si quieres ganar”. Él representó la conexión idónea entre el espectáculo y la competitividad absoluta. Él generalizó el concepto de ‘triple-doble’. Él lanzó al baloncesto a una nueva era: un base de 2’06 y más de 110 kilos que lo hacía todo y todo bien, cuya visión de juego era algo nunca visto, y que además reboteaba como nadie en su posición y driblaba y anotaba con la autoridad del swingman más lustroso. Pases por la espalda, mirando en cualquier otra dirección, de costa a costa, el balón siempre donde sólo él comprendía (tan rápido) que estaría su compañero, anotar cuando creían que iba a pasar, pasar cuando parecía que iba a tirar. El showtime, que él alentó cuando se plantó y forzó el despido de Paul Westhead y la llegada de Pat Riley para jugar más rápido, baloncesto a la velocidad de la luz, oleadas al contragolpe, fastbreaks incontrolables marca de la casa; Correr siempre, incluso cuando todo iba mal. Correr siempre hasta que el rival reviente, decía Riley incluso en el fragor de las batallas más duras con los Celtics. Y finalmente reventaban a los pies de la sonrisa, el carisma, la competitividad y los pases más maravillosos que nunca se vieron en una pista de baloncesto, aquellos que el gran Michael Cooper, otro grande de los Lakers, reconocía que desde la pista no comprendía cómo llegaban a su destino. Reventaban, en definitiva, a los pies de Magic Johnson.

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Por supuesto, no todo fueron rosas en el camino de Magic. Tras la gloria del 80 se enfrentó a una segunda temporada en la que una lesión de rodilla le hizo perderse 45 partidos y volver para fallar el tiro que selló la eliminación en playoffs ante los Rockets. Desde ahí luchó hasta el título y el MVP de la final del 82 con la responsabilidad de un contrato hasta entonces imposible en cualquier disciplina deportiva, convivió con pitos y abucheos de su hinchada, y de otras, tras tensar la cuerda hasta amagar con su traspaso para sacar a Westhead del equipo. Los Lakers, “lentos y predecibles” según Magic, dieron la alternativa a Pat Riley. El resto es historia de la NBA y del baloncesto. El resto es showtime. Aquella temporada los pitos se volvieron ovaciones a golpe de más de 700 puntos, 700 rebotes y 700 asistencias, algo que sólo habían conseguido Oscar Robertson y Wilt Chamberlain en una sola campaña.

Y, por supuesto, Magic luchó contra el golpe más duro, el que le llevó a retirarse en el 91 tras anunciar que era portador del virus del VIH. Pese al rechazo de algunos compañeros, Karl Malone entre otros, estuvo tras su retirada en el All Star del 92, en el que fue MVP, y formó parte del mítico Dream Team de Barcelona 92 (año en el que los Lakers retiraron su número 32), donde los problemas físicos le impidieron tener un papel demasiado protagonista. Por entonces, ya luchaba contra el SIDA, en soledad a base de medicación y tratamientos, de puertas para fuera con constantes campañas de concienciación social, prevención y ayuda a los contagiados. Magic, un mito americano, caía víctima de una enfermedad que por entonces todavía se asumía a nivel mediático como algo propio de homosexuales y drogadictos.

Magic, forzado a retirarse con apenas 32 años, con su duelo en la final contra Jordan todavía fresco y tras una temporada de 980 asistencias. Magic, que cerró su carrera con más de 19 puntos, 10 asistencias y 6 rebotes por partido. Magic, que volvió a los Lakers como entrenador en un breve lapso de la 93-94 y como jugador durante la temporada siguiente, con 36 años. Pasado de peso, jugó principalmente como cuatro y dejó momentos inolvidables, especialmente el día de su retorno a las canchas. Magic, que parecía perdido en aquella conferencia de prensa del 7 de noviembre de1991 y que ahora, en 2009, acaba de cumplir 50 años. Cuestión de magia, supongo. O de justicia para quien merecía contemplar su legado, el de un jugador que es para muchos, entre los que me incluyo, el mejor de la historia y mucho más que un ídolo. Un jugador único, maravilloso, genial y para siempre mágico, por supuesto. “Él está una cabeza por delante de todos los demás. Nunca he visto a nadie tan bueno”. Palabra de su gran rival, un Larry Bird que ahora reconoce divertido que lo primero que hacía al despertarse cada mañana era mirar las estadísticas de Magic en el partido del día anterior. Palabra de leyenda a leyenda ante la que nada queda por añadir.