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Una ceremonia que no tiene parangón

Los ciclistas pedalean con saña de arriba abajo por los Campos Elíseos. El helicóptero luce algunas tomas de esa ciudad inolvidable. Al final, un sprint brioso determina un vencedor de etapa y entonces empieza la liturgia de la entrega de premios. Es el Tour, la más grande de las pruebas ciclistas, una de las cumbres del calendario deportivo. Hace más de cien años que inventó esto un periodista llamado Henri Desgrange, cuya escultura en lo alto del Galibier contempla cada año su obra. El ciclismo pasa apuros por culpa del maldito doping, pero cada año se regenera con el Tour de Francia. Hermoso Tour.

Eso sí, habrá que revisar la versión del himno (señor embajador, impóngase, ya que ganamos con tanta frecuencia), que sonó demasiado rápido. Pero da igual, eran el himno, la bandera y ese muchacho de Leganés al que llamamos abulense porque se hizo como ciclista entre las pendientes de El Barraco, en la escuela que su padre, don Víctor, creó en emulación y homenaje a Ángel Arroyo. Ávila es tierra de ciclistas, como toda la vieja y reseca Castilla, que nos ha dado a Bahamontes, a Perico, a Contador, a Sastre. Y a Julio Jiménez, ese escalador berrendo en relojero, que no ganó el Tour, pero lo mereció.

Sastre, en lo más alto del podio. Imagino a pocos metros los ojos húmedos de su padre, viéndole ahí, con los nietos, convertidos todos en una mancha amarilla. Ganó el mejor, como debe ser. Ganó, es cierto, porque ha contado con un gran equipo, en el que particularmente Cancellara ha hecho esfuerzos magníficos por él. Ya hasta he olvidado las escaramuzas de los Schleck en Alpe d'Huez. Sastre ha tenido un gran equipo. Pero lo de Alpe d'Huez fue cosa de él consigo mismo, agarrado a su manillar, contra las rampas. Y lo del sábado, también. Leganés y El Barraco comparten un soberbio campeón.