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La atónita tripulación del capitán Ahab

Luis no volvió ayer en el vuelo de la Selección a Madrid, sino que improvisó un regreso en coche con el fiel Paredes. Antes había anunciado que no pensaba hablar más con periodista alguno hasta la fase final de la Eurocopa, a la que Dios nos guíe. Antes de antes, había alborotado el plácido final del partido de Oviedo (una victoria que podía servir de bálsamo) con una pataleta intempestiva, que dejó desconcertados a los jugadores. Luis se bunkeriza, enfadado con las críticas, con las comparaciones inevitables con el baloncesto, con la falta de pasión de sus jugadores, con todo...

Y el grupo está desconcertado. Veo a nuestra Selección en la difícil posición de los arponeros del Pequod, abandonados al delirio del capitán Ahab y su obsesión por matar a la maldita ballena blanca que le había arrebatado una pierna y rasgado la cara. Los veo como un grupo atónito, conducido por un señor extravagante que les lleva hacia el aislamiento, el abismo, la confusión, la pérdida del objetivo concreto. España puede prescindir del verbo de Luis, desde luego, pero la Selección no puede vivir aislada de la sociedad a la que pertenece. Y ahí radica el problema antes que en ninguna otra cosa.

Y ahí radica la diferencia con el baloncesto español, que sí vive con la sociedad a la que pertenece, que no se aísla, no se enroca, no se esconde. Es feliz y comparte. La distancia que hay entre Pepe Sáez y Ángel Villar baja en cascada por todos los peldaños hasta llegar a los jugadores. Luis no puede quejarse de eso, sino trabajar por corregirlo, si aún es capaz. Sin exhibicionismos groseros ante las cámaras en los entrenamientos, con trabajo serio, compartiendo preocupaciones y soluciones con sus jugadores y con el entorno. Pero Luis ya no es el que fue. Definitivamente, debió marcharse tras el Mundial.