La ciencia, inquieta por nuevos hallazgos en Chernóbil
El investigador Germán Orizaola ha hablado en 'Cuarto Milenio' de las especies surgidas en la zona cero de la catástrofe que preocupan a los científicos.
El 26 de abril de 1986 fue uno de los días más trágicos de la historia de la humanidad. El reactor número 4 de la central nuclear de Chernóbil (Ucrania) explotó y provocó el fallecimiento de dos trabajadores. Cerca de 30 operarios y bomberos murieron después a causa de los efectos de la radiación, que podría causar unos 4.000 decesos por cáncer, según la Organización Mundial de la Salud (OMS) o incluso 100.000, según otras organizaciones e investigadores.
Después del trágico accidente nuclear, se procedió a la descontaminación de la zona, y el reactor fue sepultado por un sarcófago de contención, hecho de 400.000 metros cúbicos de hormigón y 7.300 toneladas de metal, que fue renovado en 2016. Sin embargo, resultó imposible recuperar la vida normal en Chernóbil, pues hoy en día aún se pueden observar las secuelas del suceso. De hecho, algunas de ellas preocupan a la ciencia.
Vuelta de la vida salvaje
La explosión causó estragos en humanos, animales, plantas, edificios… Como consecuencia, cerca de 350.000 personas fueron evacuadas de los lugares más afectados y pueblos enteros quedaron abandonados. También la naturaleza y la fauna se vieron afectadas, pero con el paso del tiempo fueron recuperándose hasta que, 35 años después, la vida salvaje domina la conocida ‘zona de exclusión’, creada para asegurarse de que nadie ingresara a las áreas de alta radiación.
El investigador español Germán Orizaola visita cada año esta zona con su equipo, quedándose en ella durante varias semanas para investigar su evolución. Así, ha podido comprobar que los niveles actuales de contaminación son mínimos en la mayor parte de la zona de exclusión, “como los que podemos tener en gran parte de la Península Ibérica”, asegura en el programa ‘Cuarto Milenio’. Además, asegura que la contaminación radiactiva está muy “parcheada”, con lo que, “la fauna no está expuesta en todo momento a una elevada contaminación radiactiva.
Además, de la menor radiación, el investigador asegura que también la falta de presencia humana ha propiciado la aparición de la vida salvaje: “Es una zona muy grande en la que vivía mucha gente, donde había mucha actividad industrial, agrícola, forestal, así como luces y ruido… Y eso desaparece. Es de las pocas zonas remotas que quedan en el mundo. El paraíso de los lobos, buitres y linces”. De hecho, ha sido de los pocos afortunados en observar lobos en el Bosque Rojo, la zona que más cantidad de radiación recibió.
Asimismo, Orizaola asegura que muchos edificios, como el hotel principal de Chernóbil, pronto dejarán de ser visibles porque serán engullidos por la vegetación que crece sin parar: “Cuando llegué por primera vez a Prípiat, entramos por la avenida Lenin, que era amplia, de seis carriles… Y ahora llegas con el coche rozando árboles por los dos lados”. “Esto significa que cuando los humanos nos vamos y dejamos de molestar la naturaleza se recupera, que su potencial de recuperación es enorme, incluso en una zona como Chernóbil, donde aunque la radiación no sea muy alta, sigue habiendo” razona.
Proliferación de muchas especies
Si bien muchas especies, como peces-gato o siluros, ya existían antes del accidente y lo único que han hecho ha sido crecer y expandirse, Orizaola señala la aparición de nuevas especies en la zona. Destaca especialmente el primer oso pardo que llegó a Chernóbil en 100 años: “Hace unos cinco años este macho apareció por la parte ucraniana, por el norte, y ahora mismo hay una población en aumento”, con cinco, seis u ocho osos ejemplares. “Es un ejemplo más de lo que pasa cuando dejamos a la naturaleza tranquila, que llegan los grandes animales depredadores amenazados en toda Europa”, insiste.
También han sido protagonistas en los últimos años los jabalíes avistados en esta zona, que incluso atraían cazadores, aunque se planteó que su carne podía estar contaminada, algo confirmado por el investigador: “En Chernóbil, igual que en Fukushima, hay enormes manadas. Y por el tipo de alimentación que tienen es verdad que son de los animales que más contaminación pueden acumular, ya que comen setas o lombrices del subsuelo”.
Respuesta adaptativa de los animales
La clase de animales en la que se están centrando Orizaola y su equipo es la de los anfibios, ay que ocupan el mido terrestre y acuático, “por lo que pueden estar expuestos a cualquier compuesto radiactivo que haya en los dos ambientes”, y se mueven poco, con lo que es “fácil estimar en qué áreas se ha movido y a qué nivel de radiación han estado expuestos”. Especialmente analizan la rana de San Antonio oriental, que no es de Chernóbil, ya que también estudian animales de fuera para comparar a los animales expuestos a radiación con los que no lo han estado.
Ha sido aquí donde se han topado con uno de los hallazgos más interesantes, ya que estos ejemplares son verdes, mientras que dentro de Chernóbil “hay una variación bastante grande que incluye ranas negras, grises y verdes muy oscuras”. “Esto es una respuesta adaptativa. Es una evolución rápida. Sabemos que la melanina protege de la radiación ionizante, por tanto, las ranas más oscuras se habrían ido seleccionando en un ambiente radioactivo como Chernóbil”. Aunque el estudio más profundo se ha realizado en estos animales, también se ha observado que el oso pardo de la zona de exclusión tiene un pelaje más oscuro que el europeo, que podría ser fruto también de esta evolución. “Los que tienen esa protección se reproducen más y mejor. Es el mecanismo evolutivo”, concluye.
Caballos prehistóricos
Por último, el hallazgo que llamó la atención a Iker Jiménez fue la aparición del caballo de Przewalski en Chernóbil, muy exótico por su similitud caballo prehistórico. Se trata del último caballo salvaje en el mundo que había desaparecido totalmente de su hábitat natural en Asia a mediados del siglo XX víctima de la caza y de la reducción de su territorio. Este animal, más pequeño que sus congéneres domesticados pero fuerte y resistente, debe su nombre al explorador ruso Nikolai Przewalski, que lo descubrió en el desierto mongol de Gobi en 1879.
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