Un montón de nada en Chicago
Los Bulls afrontan un tramo de incertidumbre e inevitable reconstrucción que va a dar carpetazo a otro proyecto fallido para la franquicia.
El valor medio de las franquicias NBA, según la sacrosanta consideración de Forbes, anda ya por los 3.800 millones de dólares. Una barbaridad, y un 35% más que hace un año. La burbuja no se pincha y los Warriors, que han asentado su sorpasso a Knicks y Lakers, están en 7.700, un 10% más que en 2022 y muchísimo pero muchísimo más que en 2010, cuando el grupo liderado por Joe Lacob lo compró por 450 millones. Después llegó Stephen Curry... y todo lo demás. Después de Knicks y Lakers, los otro por encima de 6.000 millones, están Celtics, Clippers... y Chicago Bulls. Casi, de hecho, un empate técnico a tres bandas en torno a los 4.600 millones.
Los Bulls valen un 12% más que hace un año. Su propietario, el eterno Jerry Reinsdorf (87 años), se hizo con la franquicia en 1985 por 16 millones. Cuatro años antes había comprado por 19 los White Sox, un clásico de la MLB ahora valorado en casi 2.100 millones de dólares. Chicago, claro, es uno de los grandes hitos de la Coste Este, una de las ciudades más significadas del mundo y el tercer mayor mercado de Estados Unidos. También, seguramente, la tercera ciudad más importante para el deporte profesional después de los colosos de las costas, Nueva York y Los Ángeles.
Chicago, según un estudio de la Universidad de Samford, es también la ciudad con los aficionados más fieles a sus equipos. Vaya usted a saber si es así, pero desde luego tendría que ser siempre una de las primeras, en todo caso, en ese ranking. Allí, los Bears (NFL) y los Cubs (MLB) son una seña de identidad. También, ya en otro escalón, los White Sox (MLB), los Blackhawks (NHL)… y los Bulls, que nunca fueron gran cosa antes de 1984 y tampoco lo han sido, deportivamente, después de 1998. Pero en esos catorce años, claro, sucedió Michael Jordan: los seis anillos en seis Finales, la materialización de la edad de oro de la NBA, el camino abierto por Larry Bird y Magic Johnson en los inicios de los ochenta; el culto al deportista afroamericano, una nueva era de mercadotecnia, las audiencias televisivas imposibles, la intro (“Sirius” de The Alan Parsons Project) en el United Center y ese logo que es uno de los más reconocibles y explotados de la historia del deporte. En parte porque personificó a Michael Jordan antes de que este deviniera en marca por sí mismo. Y en parte porque es sencillo, carismático y está asociado a una etapa que es historia del baloncesto. Y si le das le vuelta, como ya sabe casi todo el mundo, parece un robot leyendo un libro.
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Los Bulls nunca han perdido unas Finales (seis jugadas, seis ganadas) porque, básicamente, nunca han jugado unas sin Michael Jordan (y Scottie Pippen, claro). Antes, todavía en la Conferencia Oeste, rozaron la lucha por el anillo con su olvidado pero estupendo equipo de los setenta, el de Jerry Sloan, Nate Thurmond, Bob Love, Chet Walker, Norm Van Lier, Rick Adelman… En los años D.J. (después de Jordan) solo una final de Conferencia. La de 2011, en un año mágico en el que los Bulls ganaron 62 partidos, Derrick Rose fue el MVP, Tom Thibodeau el Entrenador del Año y Gary Forman el Mejor Ejecutivo.
Después de tumbar a Pacers y Hawks, la ciudad de Chicago entró en combustión cuando sus Bulls apabullaron (103-82), en el primer partido de la antesala de las Finales, a los Heat del recién formado big Three LeBron James-Dwyane Wade-Chris Bosh. Los Heatless, todavía a un punto de cocción de su mejor versión (perdieron después contra Nowitzki y sus Mavs) pero capaces de ganar los cuatro siguientes partidos, dos en Chicago, y poner en punto muerto lo que parecía el alumbrado de una nueva edad dorada. En la siguiente temporada, los Bulls ganaron 50 partidos de 66 (año de lockout), otra vez un extraordinario 75%, pero en primera ronda, contra los Sixers, Derrick Rose sufrió su terrible lesión de rodilla. Fue en el primer partido, a falta de menos de minuto y medio y con doce puntos de ventaja para unos Bulls que ese día entraron de nuevo en hibernación. Y así siguen.
Caminos que no llevan a ninguna parte
En la última década, los Bulls solo han ganado una serie de playoffs, en 2015 (ya va lloviendo) y contra los Bucks. Era un equipo que ganó apiló 50 victorias todavía con Derrick Rose, al que acompañaban Joakim Noah, Pau Gasol, Jimmy Butler y Mike Dunleavy. Como en 2011, LeBron (esta vez con los Cavs), el gran destructor de sueños durante una década en el Este, sacó del cuadro a unos Bulls que no han vuelto a segunda ronda, solo han jugado dos series más (2017 y 2022) y se han establecido en una mediocridad roñosa, agotadora. En los últimos seis años solo han firmado un curso por encima del 50% de victorias. El actual, por ahora, tampoco va camino de serlo.
Por la trituradora han pasado tres entrenadores desde que se fue el idiosincrático Thibodeau, Thibs, en 2015. Del insulso Fred Hoiberg al nefasto Jim Boylen (un pésimo gestor sacado de otra época) y de este a un Billy Donovan que está en su cuarta temporada y que no ha justificado, por decirlo suavemente, una fama que ya está claro que tiene mucho más que ver con su etapa en la Universidad de Florida que con un trabajo en la NBA en el que está empeorando en Chicago lo que propuso en Oklahoma City durante cinco años y con unos Thunder de altos vuelos.
En los despachos, un cambio de régimen alumbró la esperanza de una nueva época que por ahora ha sido nueva… pero igual de cochambrosa. La ciudad acabó prácticamente en armas contra el dúo que formaron Gary Forman y el exjugador John Paxson (tres anillos en el primer threepeat de Jordan y Pippen). Apodados GarPax y convertidos así en una entidad única e indeseable, dejaron en 2020 sitio a Arturas Karnisovas, el lituano que jugó en el Barça y que se ganó una excelente fama en los despachos de los Nuggets. Este fue nombrado vicepresidente ejecutivo de operaciones y eligió a Marc Eversley como su general manager. En menos de tres años, Chicago ya se había cansado de ellos y también les había dado nombre: AKME, las iniciales de ambos unidas en una referencia obvia a ACME, la empresa que causa catástrofe tras catástrofe en el universo Looney Tunes.
De todos los pecados (muchos) que han cometido los Bulls en los últimos años, el peor de todos ha sido apostar por la continuidad este pasado verano, después de una temporada insulsa en la que los Bulls defendieron mejor de lo lógico (quinto mejor rating de la NBA) y atacaron tan mal como se podía esperar (sexto peor rating) de un roster sin grandes pasadores ni especialistas en el tiro de tres. El purgatorio del play in trajo una alegría (triunfo en Toronto) y una decepción (derrota en Miami en un partido en el que estaban por delante en el tramo final del último cuarto). A esa eliminación, sin mucha pena y desde luego sin ninguna gloria, siguió la reafirmación de un proyecto que ya parecía claro que no iba a ningún sitio y cuyas alas habían caído, ahora ya no hay duda, cuando fallaron las rodillas de un Lonzo Ball que jugó su último partido el 14 de enero de 2022.
Los mismos aficionados que cargan tintas de forma mordaz contra los ejecutivos se dieron cuenta de que los Bulls no iban a redefinir su techo con tres referentes a los que han acabado apodando el Mid Three, una derivación hacia la irrelevancia del muy manido big three. Pero en los despachos, en paralelo, vieron algo que nadie más veía. Nikola Vucevic, que acaba de cumplir 33 años, era agente libre y se llevó un nuevo contrato de tres años y 60 millones sin que se supiera muy bien contra quién competían los Bulls en el mercado. Para algunos, una cabezonada para no dejar irse a cambio de nada a un jugador que es muy bueno (dos veces all star) pero no excepcional y que supuso una apuesta desastrosa porque llegó desde Orlando Magic en marzo de 2021 a cambio de Wendell Carter Jr (que se ha convertido en un excelente pívot/jugador de equipo), Otto Porter (de lesión en lesión, campeón con los Warriors en 2022) y dos primeras rondas de draft que acabaron siendo muy valiosas: el número 8 de 2021 que mandó a Franz Wagner a Florida Central y el 11 de 2023 invertido en el tirador Jett Howard.
Con Vucevic renovado, los Bulls tampoco movieron un dedo con DeMar DeRozan y dejaron que el escolta, de 34 años, entrara en último año de contrato después de dejar atrás al menos un par de ventanas de mercado en las que su valor podría haber sido mayor que el actual. Y avanzaron, paso a paso, hacia lo que acabó siendo inevitable: la petición oficiosa (vía prensa acomodada en el lado de su agencia, Klutch Sports) de traspaso de Zach LaVine (28 años), un escolta que tuvo techo de súper estrella pero que se ha quedado en bastante menos. Los Bulls lo recibieron en 2017, junto a un Lauri Markkanen con el que no supieron qué hacer y ahora es all star, en la operación de salida de Jimmy Butler, que se había enfurruñado con todos en la franquicia mientras nadie sabía cómo construir un proyecto realmente ganador.
LaVine y un proyecto que no da más de sí
Zach LaVine debería haber sido el eje, el verdadero líder de los Bulls. En cierto modo lo ha sido, y así ha ido quedando claro que no era suficiente: 152-216 en regular season y solo un paso por playoffs en ya más de seis temporadas en la franquicia de un jugador que ha visto çcambios en los despachos, el banquillo y (muchos) en el vestuario. Y al que los Bulls han ido atándose siempre a falta de un plan mejor. En 2018 igualaron (casi nadie pensaba que lo harían) los casi 80 millones por cuatro años que le firmaron los Kings, a la desesperada, como agente libre restringido. Y el verano pasado le dieron un contrato máximo de cinco años 215 millones, una barbaridad que ahora les va a costar mover.
Entre 2024 y 2027 (player option incluida), LaVine tiene garantizados casi 135 millones de dólares. Es un anotador explosivo, muchas veces más pintón que eficiente, que no ha demostrado que pueda ser el líder de un aspirante al anillo con galones y que tiene problemas para leer las situaciones críticas del juego. Y muy pocas ganas de defender. Así que parece un capricho caro en una época en la que, con el nuevo convenio ya encima, los equipos necesitarán huir como de la peste de los límites del impuesto de lujo que se han repensado para atar las manos, en lo deportivo, de los muy gastadores. En los despachos se va a tener que andar con especial tiento y, con los Bulls emitiendo obvias señales de derribo, el retorno por LaVine puede acabar siendo discreto… o directamente pobre. El timing del mercado señala a los Bulls... pero a eso se expusieron con sus decisiones (y sus no decisiones) del verano.
LaVine está en el mercado, lo que de forma más o menos directa acerca también al escaparate a Vucevic, DeRozan y a un Alex Caruso por el que va a haber tortas entre aspirantes al anillo. El guard solo tiene un año más de contrato por menos de 10 millones, una ganga, y es exactamente el tipo de secundario/especialista que encaja en cualquier equipo importante y que necesitan unos cuantos que pueden llegar al invierno muy necesitados de un defensor exterior de su perfil y nivel: Bucks, Sixers, los Lakers con los que fue campeón en 2020…
En un verano de dar pasos sin avanzar realmente, los Bulls firmaron nuevos contratos a Coby White y Ayo Dosunmu, guards jóvenes con los que todavía no saben qué tienen entre manos y a los que añadieron competencia con un veterano como Jevon Carter, firmado para tres años. Fueron dos apuestas de draft: White número 7 en 2019, Dosunmu (sensación local en el área de Chicago) 38 en 2021. Ahí, en las elecciones de talento joven, también han fallado miserablemente los Bulls, que apenas han obtenido nada de tantos años de posicionamiento entre excelente y notable en el draft. El chico de ese póster es Patrick Williams, el número 4 de 2020 y un supuesto 3+D de elite que es incapaz de aportar con regularidad y que ha consumido ya casi todas las (muchas) vidas que le están ofreciéndo, por pura necesidad, los Bulls. En verano será agente libre restringido porque se quedó sin extensión rookie: pedía (glups) un contrato máximo o algo muy parecido.
Malas elecciones de draft y decisiones incomprensibles que a veces quieren acelerar demasiado y otras optan por contemplar lo que evidentemente no funciona con la estúpida esperanza de que, sencillamente, empiece a hacerlo por generación espontánea. Forman y Paxson no supieron refundar los Bulls a partir de la juventud y la paciencia. Karnisovas y Eversley quisieron accionar el acelerador competitivo, una voluntad plausible pero a la que no acompañó ni la dirección ni la suerte (otra vez, la alargada sombra de Lonzo). Los Bulls han corrido más pero hacia ninguna parte, y ahora se ven abocados a una deconstrucción que acabará en grandes rebajas de las que muchos picotearán si estalla definitivamente una desesperación que se filtra por las quejosas juntas de una franquicia que sigue sin encontrar ningún modelo de éxito replicable y sostenible. Es decir, ninguno que no pase por tener a Michael Jordan.
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