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NBA

“El secreto mejor guardado de América”: Vin Baker y 100 millones ahogados en la botella

Vin Baker fue un talento sensacional que sucumbió al mundo de las adicciones. El alcohol fue la perdición de un jugador hoy redimido como asistente.

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Vin Baker fue un talento sensacional que sucumbió al mundo de las adicciones. El alcohol fue la perdición de un jugador hoy redimido como asistente.
ANTHONY BOLANTEREUTERS

Leigh Montville, veterano columnista que ha pasado por el Boston Globe y Sports Illustrated, se refirió a un jugador a principios de los 90 como “El secreto mejor guardado de América. Así titulaba unas líneas que hacían mención a Vin Baker, un talentoso ala-pívot perdido en la Universidad de Hartford, Connecticut, donde fue nombrado All-American durante dos temporadas consecutivas y tiene hoy la camiseta retirada. Fue entonces cuando varias franquicias de la NBA se fijaron en un baloncestista emergente, que había aparecido en una revista de mucho más prestigio y fama que la universidad en la que jugaba. Podía ser uno de esos robos del draft que permitirían emergen a un equipo, llevándolo más alto, aprovechando que su nombre no figuraba entre los primeros puestos y revitalizando así a alguna de esas entidades a las que les costaba adaptarse a la expansión de la NBA, que añadió equipos en 1988 (Hornets y Heat), 1989 (Wolves y Magic) y 1995 (Raptors y Grizzlies).

Los Bucks pescaron en río revuelto. A finales de los 70 y principios de los 80, Don Nelson revitalizó una franquicia que nunca se recuperó de la salida de Kareem Abdul-Jabbar y la retirada de Oscar Robertson y, con Sydney Moncrief de líder, llevó al equipo de Milwaukee a ocho apariciones consecutivas en playoffs, siete de ellas con récords de 50 o más victorias, incluida una de 60 (1980-81). Fueron años emergentes para un mercado pequeño que pisó hasta en tres ocasiones las finales de Conferencia sin suerte, algo ya lejano cuando Nelson cerró su etapa y Del Harris, de carácter continuista y benévolo, pisó la fase final en otras cuatro ocasiones, para doce seguidas sin fallo. Pero la magia se acababa y la necesidad de dar una vuelta al proyecto se hizo evidente. Los Bucks entraron entonces en una época de crisis y se encomendaron a Mike Dunleavy, un hombre lleno de contradicciones, un entrenador con un talento enorme dedicado casi por entero al mal.

Dunleavy, que consiguió la hazaña de llevar a los Lakers a las Finales en 1991, ya sin Kareem, con Vlade Divac de pívot y un Magic Johnson lleno de sabiduría pero abocado a una retirada forzada por el VIH, entrenó también a los Blazers de las finales de Conferencia de 1999 y 2000 (dos años consecutivos, el último de ellos cayendo ante los Lakers en la mítica remontada de Kobe y Shaq en el séptimo partido) y a los Clippers de la 2005-06, los únicos que pisaron playoffs en 14 temporadas de sequía, previa a la compra de la franquicia por parte de Steve Ballmer y la salida por comentarios racistas del tacaño Donald Sterling. Pero Dunleavy nunca estuvo interesado en reconstruir, por mucho que los Bucks se hicieran con sus servicios. Siempre fue un entrenador cortoplacista, que sacaba lo mejor de sus equipos al principio antes del desgaste que siempre producían sus cuestionables métodos.

Ahí llegó Baker, a unos Bucks que le seleccionaron en la 8ª posición del draft de 1993. Quizá en el tempo de su llegada empezó su maldición: Baker tenía un juego carismático, tiro de media distancia, un talento innegable, inteligencia en la colocación, muy buen posteo y poder vertical para hacer mates. Los 90, claro, eran hostiles con este tipo de jugadores, con una finura y gracilidad que sucumbían al infierno de una década hostil y tediosa, marcada por las defensas; heredera clara, como comprendió la brillante mente de Pat Riley, de los Bad Boys de Detroit y no del Showtime de los Lakers, con un estilo que jamás dependió tanto de un mesías, el eterno Magic. Baker no dejó de producir en sus primeros años, pero los Bucks no dejaron de perder. Y llegó cuando lo hizo, pero su falta de continuidad tras la retirada de Michael Jordan le sentenció de la misma manera que indultó a un Chris Webber que desarrolló al máximo su talento en los Kings de Rick Adelman, un equipo que se unió a otros de la época (como los Mavs de Don Nelson) para dejar atrás las posesiones largas y el juego lento e iniciar una nueva era que culminaron luego los Suns del Seven Seconds or Less. Una nueva forma de jugar que no estaba lejos por años, pero sí por estilo. Entre medias de todos ellos, Baker ya no era lo que había prometido. Había sucumbido al peor enemigo que alguien puede tener: uno mismo.

Los años dorados de Baker

Los Bucks consiguieron 20, 34 y 25 victorias en los tres primeros años de Bakers, los tres últimos de Dunleavy. La llegada de Chris Ford no mejoró las cosas: 33 partidos ganados. A Baker le dio igual: se hartó a producir en medio del músculo de la época, revitalizó la parte sombría de las trincheras y demostró ser un jugador genial. En su primera temporada se fue a 13,5 puntos y 7,6 rebotes, entrando en el Mejor Quinteto de Rookies. En la segunda ya se fue a 17,7+10,3, además de sumar a esto 3,6 asistencias. La afición de los Bucks encontró motivos para ir a ver los partidos, algo que se potenció con las llegadas de Glenn Robinson en 1994 y de Ray Allen en 1996. Baker disputó el primero de sus cuatro All Stars consecutivos con 23 años, como sophomore. Jugó 406 de los 410 partidos posibles de esas cuatro primeras temporadas, yéndose a más de 40 minutos por partido en sus tres últimas en Milwaukee.

En 1997, llegó la oportunidad de Baker mientras los Bucks buscaron la suya propia. Traspasaron al ala-pívot a los Sonics con intención de darle más protagonismo a Robinson, quemaron el último cartucho de Chris Ford y, en 1998, ficharon a George Karl (que llegó de los propios Sonics, donde entrenó a Baker), con el que disputaron las finales de Conferencia en 2001 ante los Sixers de Allen Iverson, Dikembe Mutombo y Larry Brown en el banquillo. Por entonces, Baker ya era una sombra de lo que había sido: en su primera temporada en los Sonics, se mantuvo en 19,2 puntos y 8 rebotes, bien adaptado a un proyecto que vivía sus últimos años de esplendor con Gary Payton, Sam Perkins o Detlef Schrempf, aunque ya sin ese atlético Shawn Kempt que salió en el traspaso que llevó a Baker a Seattle. El ala-pívot disputó ese año sus primeros playoffs, debutando con 25 puntos y 12 rebotes ante los Wolves de Kevin Garnett. Promedió 15,8+9,4 en 10 partidos, despidiéndose con un 28+9 ante los Lakers de Shaq y Kobe, que avanzarían para estrellarse en la siguiente ronda ante los Jazz, las finales del Oeste. Tras esos playoffs, Michael Jordan, consagrado con su sexto anillo, se retiró por segunda vez. La NBA vivió uno de sus peores momentos con el lockout de la 1998-99. Y Vin Baker se perdió.

La caída a los infiernos

Baker cedió primero a la presión de dejar de ser un buen jugador en un mal equipo a serlo en un equipo que, en su primera temporada, se disparó a las 61 victorias. Y luego, a los meses de parón por el cierre patronal, en los que se dedicó a celebrar su llegada a los Sonics con festejos empapados de alcohol. Constantes. Diarios. Karl salió dando por cerrado un proyecto que no pudo (ninguno lo hizo) con los Bulls de Jordan; y Baker, tras meses de excesos, se presentó con 30 kilos de más y no jugó su primer partido hasta el 5 de febrero. Disputó 34 encuentros de 50 posibles, se quedó en 13,8 puntos y algo más de 6 rebotes y vio como Rashard Lewis le adelantaba con la derecha sin que eso le importase demasiado. Tuvo un breve renacer la temporada siguiente, con 16,6 y 7,7 de media, lo que le valió para entrar en el Dream Team III y conquistar el oro de Sydney en el 2000. Fue su último gran éxito. Sus problemas con el alcohol se acentuaban a la par que su indolencia, cada vez más grande. El conformismo se apoderó de un personaje ya irrelevante, que pasó de Sonics a Celtics un año después para apuntalar un proyecto, el de Paul Pierce y Antoine Walker, que había pisado las finales del Este un año antes.

Los 5,2 puntos fueron la confirmación del desastre, por mucho que bajara de peso antes de resurgir levemente meses después, con 11,3 de promedio antes de ser traspasado a unos Knicks con los que disputó playoffs por última vez. El problema fue mayor: traspasó la línea roja de jugar habiendo bebido y tuvo un encontronazo con Jim O’Brien, al que no le pudo ocultar su estado de ebriedad en un entrenamiento. Tomaba hierba antes de los partidos, píldoras, bebió más para evitar la ansiedad y vaciaba el minibar de los hoteles jugara bien o mal, sin disimular un consumismo irracional. Pasó por desintoxicación, pero recayó, lo que obligó a los Celtics a suspenderle, algo que potenció su ya mencionada llegada a los Knicks. Su falta de coordinación, pérdida de salto vertical o desorientación eran evidentes cuando jugaba. Ya no bastaba el medio bote de colonia que se echaba para disimular el olor. Y despilfarraba el dinero, con un millón perdido en Las Vegas en una sola noche siendo el jugador mejor pagado del equipo. Insostenible.

Baker acabó su carrera sin pena ni gloria pasando brevemente por Rockets y Clippers, donde se reencontró con Dunleavy, su primer entrenador. Disputó su último partido en la NBA con 34 años, el 19 de abril de 2006. Uno de esos que no vale para nada y en el que se da descanso a los titulares pensando en playoffs. Consiguió 10 puntos y 4 rebotes. Nadie le reclamó más que los Marinos De Anzoategui de Venezuela, con los que entrenó pero no llegó a debutar. En 2007 fue detenido al conducir borracho tras salir de un casino. Sus deudas hicieron que le embargaran su casa, de casi 1000 metros cuadrados y valorada en 2,3 millones de dólares. Sus ganancias en salarios fueron de algo más de 97 millones de dólares y se estima que perdió más de 100 por problemas financieros. La depresión y el alcoholismo acabaron con su carrera. Perdió la lucha contra sí mismo. Pasó de estrella emergente al bochorno y el desastre. Se ahogó en la botella.

Eso sí, no todo son penas para Vin Baker. Dejó de beber el 17 de abril de 2011, tras más de una década empapado en alcohol y entrando y saliendo de rehabilitación. El 3 de junio de ese mismo año fue contratado como entrenador de la escuela de secundaria St. Bernard en Uncasville, en su Connecticut natal. Se acercó a la religión, un camino a la salvación más útil que el alcohol, y a las enseñanzas espirituales de Dennis Rodman, que con su polémica habitual acabó de ayudarle con un partido de exhibición contra el equipo nacional de Corea del Norte para celebrar el cumpleaños de Kim Jong-un (las cosas de Rodman). Tras esto, administró un Starbucks de Connecticut. Rehabilitado, empezó a comentar partidos de los Bucks en Fox Sports. Jason Kidd lo acercó de nuevo a la franquicia que le escogió en el draft, con la que empezó a trabajar entonces mientras compatibilizaba otros cargos, como el de jefe del departamento de baloncesto de Camp Greylock, función que aceptó en 2017. En 2019, volvió a las pistas como entrenador, siendo uno de los asistentes de Mike Budenholzer. Le contó su historia a Giannis Antetokounmpo y a muchos más. Ganó el anillo de 2021 en ese puesto. Consiguió la redención. Dejó atrás al alcohólico. Y abrazó la sobriedad. Mucho mejor que abrazar la botella, claro.

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