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NBA

Zeke: la leyenda maldita de Isiah

Uno de los mejores de la historia pero también un jugador que no caía bien a casi nadie. Y por eso, quizá, se le infravalora. Isiah Thomas, el motor y líder de los inolvidables Bad Boys.

Zeke: la leyenda maldita de Isiah
Getty Images

Se suele decir que Allen Iverson es el mayor talento libra por libra que ha pisado la NBA. Y puede serlo, desde luego: The Answer, un icono cultural cuya verdadera trascendencia no llegó a empapar en toda su profundidad fuera de Estados Unidos, medía 1,83 y pesaba 75 kilos. Era una bomba de neutrones escondida en una cola de lagartija, minúscula e hiperactiva. Pero es que Isiah Thomas medía 1,85, apenas un dedo más que Iverson. Pesaba, eso sí, algún kilo más (82) y se metía en todas las peleas. Que, en sus tiempos y en su equipo, no eran pocas.

También se suele decir que Isiah Thomas, Isiah Lord Thomas III o simplemente Zeke, era Kyrie Irving antes de Kyrie Irving. Yo creo que afina más quien diga que no solo era Kyrie antes de Kyrie, era Kyrie sin esa compleja mente errante, sin los trances de ego y las desconexiones del colectivo. Era si se quiere, comparasble por talento generador y movimientos con la bola como un yo-yo, Kyrie con más instinto colectivo y con alma de depredador alfa, no de poeta cósmico.

Isiah Thomas, en todo caso, fue más que Allen Iverson y más que lo que hemos visto hasta ahora de Kyrie Irving. Fue mejor.

Se dice que Magic Johnson es el mejor base de la historia. Y es lo más parecido a una certeza objetiva que se puede exprimir en este tipo de disquisiciones históricas: Magic es el mejor base de la historia como Michael Jordan es el mejor escolta de la historia. Pero ¿y después? Después cada uso sabe cómo y por qué ordena un maremágnum de épocas, estilos y currículums que van de Oscar Robertson (para mí el segundo) a John Stockton y del prehistórico Bob Cousy (el primer verso libre) a esa revolución del baloncesto 2.0 llamada Stephen Curry. Y de Chris Paul a Steve Nash y Jason Kidd. Para mí, evidentemente opinión personal, hay uno que solo está seguro por detrás de Magic y Robertson, tal vez ya de Curry aunque a algunos nostálgicos les ponga de los nervios esta irrupción de la actualidad en los rankings históricos (LeBron James no es actualidad, es ya una constante inamovible, una baliza luminosa en las aguas revueltas de la historia NBA). Y ese uno es Isiah Lord Thomas III. O simplemente Zeke.

El precio de caer rematadamente mal

Isiah es un jugador infravalorado, estoy seguro. En parte porque su prime, sus mejores años, los vimos de refilón los veteranos, uno de los últimos eslabones de la cadena que Michael Jordan bañó en oro en autopista hacia la actual NBA megamediática. Pasa, sin necesidad de volver al propio Robertson, con Moses Malone, el primer Kareem y no digamos más atrás, con Elgin Baylor y compañía. En su caso influye, no me cabe duda, que ha caído profundamente mal y que ha salido en demasiadas fotos en las que es mejor no salir. ¿Denuncia por acoso sexual y creación de un ambiente laboral tóxico? Sí: en 2006 la exjugadora y exejecutiva de los Knicks en los que mandaba (demasiado) Thomas, Anucha Browne Sanders, presentó una querella contra él que se saldó con una indemnización de 11,5 millones de dólares. ¿Una parternidad no reconocida? Venía de lejos: en 1985, Isiah se casó con su novia de toda la vida, Lynn Kendall, mientras resolvía la demanda de Jenni Dones, que aseguraba que iba a tener un hijo que era fruto de una relación de varios meses con una estrella que acabó pagando 52.000 dólares (de entonces) y una pensión mensual de casi 3.000 (de entonces) hasta que ese niño, que después se convirtió en poeta, cumpliera 18 años.

Nada de eso ayuda, desde luego, como tampoco lo hace vivir enfrentado a la prensa de Nueva York, que el cielo se apiade de sus enemigos, como cabeza visible de los erráticos Knicks de hace dos décadas, los que gastaban más que nadie y perdían… más que nadie. Los Knicks del trapaso de Eddy Curry y Zach Randolph, de los contratazos a Jerome James, Jared Jeffries… en los banquillos no brilló en College con FIU (26-65 en tres años de poca aceptación pública y transición paulatina a los despachos de los Knicks) como no había brillado en la NBA con los Pacers. Allí heredó el equipo finalista de 2000 con la obligación de diseñar un complejo cambio de ciclo (se fueron Rik Smits, Mark Jackson, Dale Davis, Jalen Rose…), con un vestuario de talento joven… y personalidades fuertes: Jermaine O’Neal, Jamaal Tinsley, Al Harrington, Ron Artest, Brad Miller… tras enlazar temporadas correctas y eliminaciones en primera ronda (2000-03), el regreso a la franquicia de Larry Bird (con Rick Carlisle como entrenador) puso a Thomas en la calle. Bird y Thomas no son, claro, dos tipos más en Indiana. El primero es el Paleto de French Lick, una leyenda gigantesca forjada en Boston pero nacida y criada en el estado donde el baloncesto es más que un deporte. Finalista universitario con los Sycamores de Indiana State sin ningún atisbo de amistad con Thomas, campeón y Mejor Jugador de la Final Four con los Hoosiers de Indiana en 1981, dos años después de la legendaria final de 1979, Michigan State-Indiana State; el Magic Johnson-Larry Bird de Salt Lake City que cambió el baloncesto para siempre.

Todas sus malas experiencias posteriores sepultaron unos buenos años de trabajo, cerrado con otro final de jaleos internos, en unos Raptos en los que durante su estancia se criaron, en la primera encarnación de la franquicia, Damon Stoudamire, Marcus Camby y Tracy McGrady. Pero, contado con todo lo escrito hasta ahora, el verdadero problema, la gran cruz que Isiah ha cargado siempre (por sus propios pecados, podemos convenir) tiene que ver con una percepción para el gran público cargada de malditismo y malas pulgas. Y tiene que ver con sus problemas públicos y el desprecio que se granjeó de los más grandes de la historia de la NBA. Nada más y nada menos.

Isiah redobló la barrabasada de Dennis Rodman, que había dicho que los medios daban tanta bola a Larry Bird porque era blanco: “Si no, sería solo otro buen jugador”, dijo Thomas, que después reculó asegurando que básicamente hacía piña con su compañero, al que no quería dejar solo ante los rugidos de la opinión pública. Isiah rompió su fortísimo lazo de amistad con Magic Johnson cuando, todo desconocimiento y prejuicios (era la época que era, tampoco hay que olvidarlo), hizo correr dudas sobre la sexualidad de Magic porque cómo habría contraído el VIH si no. Fue una ruptura tan sonada, y que tanto dolió a Magic en su momento de mayor fragilidad mientras se resquebrajaba la dorada coraza que hasta entonces le había acompañado, mezcla de divinidad y glamour hollywoodiense, que la reconciliación verdadera, la catarsis, necesitó años, mucha agua por debajo del puente, y unas cuantas lágrimas (con cámaras de televisión).

Y Michael Jordan, claro. Thomas y sus Pistons, los Bad Boys, fueron la gran némesis del 23. Los que lo molieron a palos, los que le obligaron a ganar músculo y armarse hasta los dientes, los que lo derrotaron tres años seguidos en playoffs. Una montaña sin moral ni límites, un enemigo temible que obligó a Jordan a una escalada finalmente literal: derrota por 4-1 en 1988, por 4-2 en 1989 y por 4-3 en 1990… hasta el 4-0 para los Bulls en 1991, rumbo al primer anillo con el ogro ya sometido y en un final que retrató a Isiah, uno de los que siguió a Bill Laimbeer en la retirada de la pista antes de tiempo, sin felicitar al equipo que por fin les había derrotado en una rivalidad que estaban pasando, en ese mismo momento, a la historia. Solo John Salley y Joe Dumars siguieron a la vista y, paradójicamente, evitaron, al hacerlo, quedar retratados. Isiah, no.

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Focus On SportGetty Images

Todo esto suena más o menos reciente gracias, claro, a The Last Dance, el megadocumental que sigue el hilo de las vivencias y las impresiones de Michael Jordan, que no tiene por su parte problema en dejar claro lo que pensaba de aquellos Pistons y, muy especialmente, de Isiah. Incluida la ausencia de este en el Dream Team, otro clavo en el ataúd de su rango en el lote de históricos al que sin duda pertenece. Chuck Daly, el entrenador de los Pistons y del inolvidable Team USA de Barcelona, hizo lo que pudo para evitar el boicot, pero Michael Jordan no cedió. Y tampoco ayudó nadie más: ni Bird, ni Magic, ni Malone, ni desde luego (otro bull) Scottie Pippen… La selección fue otra maldición para Isiah. No entró en el Dream Team, la gran herida, pero tampoco pudo estar (había sido seleccionado) en Moscú 1980 por el boicot de los estadounidenses. Y apuntaba, a última hora, al Mundial 1994 por la lesión de Tim Hardaway pero sufrió la rotura del tendón de Aquiles que, de hecho, acabó con su carrera. Su puesto lo ocupó Kevin Johnson y su experiencia con EE UU acabó reducida a los Panamericanos de 1979.

Mucho más que números: un ganador inolvidable

Así que Isiah arrastró una mala fama en gran parte ganada a pulso. Fue un jugador extraordinario pero no fue, evidentemente, el mejor de su época porque su época fue la de los mejores, recién citados en esas riñas que lo marcaron. Tampoco batió muchos récords, así que su nombre no emerge cada poco en estos tiempos de obsesión (y frivolización) estadística: no se suele leer “el primero desde Isiah Thomas que…” básicamente por que Isiah era un perfecto jugador de equipo que hacía exactamente lo que había que hacer para que su equipo ganara. Es más fácil encontrar sus explosiones en finales igualados que en partidos completos; no anotaba en cascada si no era estrictamente necesario pero aparecía cuando tenía que aparecer, y hacía mejores a todos sus compañeros, una cualidad que escapa a los analytics (no a todos, lo sé) y que define a los grandes bases. Y él era uno extraordinario, superdotado.

Jugó en los Pistons (su número 11 está obviamente retirado y tiene plaza en el Hall of Fame) desde 1981 hasta 1994. Fue número 2 del draft tras maravillar en Indiana tanto, tanto, que hasta hizo relajar su estilo castrense al mismísimo Bobby Knight. El 1 de su draft fue Mark Aguirre, que se fue a los Mavericks tras forjarse como Thomas en las calles de Chicago y que en 1989 se reunió con Thomas (y los demás) en los Pistons que fueron dos veces campeones. En esos dos anillos Thomas sumó un MVP de Finales (1990). Además fue 12 veces all star (dos MVP) y entró tres veces en el Mejor Quinteto y dos en el Segundo. Criado en el gueto del West Side de Chicago, el menor de nueve hermanos abandonados por su padre, su historia es recurrente, superación con todo en contra, por desgracia tan habitual en el deporte estadounidense. Thomas se convirtió en una leyenda en Chicago, donde después se coronó Michael Jordan, que venía de Carolina: sus caminos no dejaron de entretejerse. En playoffs, Thomas ganó tres veces de cuatro series a Jordan y promedió entre 1985 y 1990, antes de claudicar en 1991, 21,1 puntos, 4 rebotes, 9,4 asistencias 1,9 robos en sus partidos contra los Bulls en las eliminatorias.

Isiah y sus Pistons ganaron a los Celtics de Bird, a los Lakers de Magic y a los Bulls de Jordan. No fueron solo un equipo: los Bad Boys fueron un cambio de paradigma, un duro despertar para una NBA que dejaba atrás una era dulce para entrar en otra siderúrgica. Otro baloncesto. Pegaban mucho, pegaban sin parar y eran la aplicación perfecta del fin como justificación de los medios. No eran unos malos dóciles, fabricados para la narrativa mediática, finalmente consciente de su lugar entre gigantes. No, eran malos de verdad, duros como pocos equipos en la historia, tal vez ninguno, capaces de todo en el peor sentido de la palabra… y buenísimos. Y creo que esa parte de los Bad Boys se pierde entre las leyendas de sus cacerías en las zonas y sus Jordan Rules, el esquema (ciertamente violento) con el que minimizaban a Jordan negándole el lado fuerte y obligándole a meterse en la zona entre un túnel de puños, brazos y piernas.

Más allá de todo eso, que fue tal y como se cuenta, eran un extraordinario equipo de baloncesto. Indómito y salvaje, armado en los márgenes de lo por entonces aceptable. Inolvidable. Y sí, tenían a Laimbeer, al salvaje Mahorn, a Rodman, a Aguirre, al Microondas Vinnie Johnson y a Joe Dumars, uno de los mejores escoltas de siempre. Pero su mejor hombre, su jugador franquicia y su indiscutible referente, era Isiah Thomas.

Los Pistons ganaban desde la defensa, y por eso quizá no se valora a Isiah a la altura de los grandes arquitectos, como un pasador soberbio y un killer de primera categoría. Y con instinto: seguramente eso sea lo que, para mí, le deja muy por delante de otra leyenda como la de John Stockton. Thomas era incontrolable, más genial en sus caminos hacia el aro y mucho más peligroso cuando las cosas se ponían feas. No me imagino forma de preferir a Stockton (o Nash, o Kidd…) antes que a Isiah en mi bando antes de empezar un último cuarto igualado. Magic lideró once veces un ataque top 5 y seis el mejor de la temporada, Nash diez y nueve, Stockton siete y una… mientras que los Pistons tuvieron una vez un ataque en el top 5... y nada más. Su defensa fue, en los años de los anillos, la segunda y la tercera mejor de la NBA. Y de eso es de lo que siempre se habla, claro.

Lecturas del libro de Isaías

Isiah es, siempre será, el chico demasiado menudo para triunfar que solo se hizo hueco en el baloncesto de instituto de Chicago porque sus hermanos insistieron hasta que convencieron a Gene Pingatore, de St. Joseph, a más de una hora y media en transporte público (cada día) de la casa de la familia Thomas. El demonio supersónico al que en Indiana llamaron Mr. Wonderful mientras el público de los Hoosiers acudía a los partidos con carteles bíblicos que citaban el libro de Isaías (book of Isiah): “And a Little child shall lead them”. Y, desde luego, el base magnético y competidor imposible de quebrar que se coronó en la NBA 1989 y 1990 (contra Lakers y Blazers) tras algunas derrotas memorables, heroicas. Su camino circuló del mal pase a Laimbeer que robó Larry Bird para la bandeja de Dennis Johnson que reventó a los Pistons en el Garden en 1987 (el 3-2 para los verdes en la serie) a una de las mayores exhibiciones de la historia de los playoffs en la amarga derrota (4-3) en la maravillosa Final de 1988 contra los Lakers. El último anillo de Magic.

Después de dos triunfos seguidos en la MoTown, los Pistons se fueron a L.A. con un 2-3 a favor que se escurrió entre los dedos en dos derrotas por cuatro puntos totales: 103-102 y 108-105. En el sexto partido, y con el pánico silenciando el Forum, Isiah se reventó un tobillo, y lesionado (no molesto o mermado: lesionado) anotó 25 de sus 43 puntos (y 8 asistencias, 6 robos…) en un tercer cuarto memorable, maravilloso, inolvidable. Los Lakers necesitaron una polémica falta pitada a Laimbeer y dos tiros libres de Kareem para vivir un día más y coronarse en el primer séptimo (y en otra resolución histérica) desde que las Finales se jugaban en formato 2-3-2. En 1990, en su segundo anillo, Isiah fue MVP de las Finales con unas medias de 27,6 puntos, 5,2 rebotes y 7 asistencias.

Isiah hizo las suficientes cosas mal como para castigar una reputación en la que quedaron sepultadas sus notables labores benéficas, su trabajo para las comunidades desfavorecidas en Michigan e Illinois y su actitud frontal con las cuestiones de raza en tiempos en los que no salía gratis hurgar en ciertas heridas, en los que hacerlo no era ni tan habitual ni tan bien recibido como ahora. Isiah caía mal, seguramente con razón, peor cuanto más supimos después de él y sus andanzas después, sobre todo en los despachos de los Knicks. Pero fue uno de los mejores bases de siempre. De los tres, cuatro o cinco (como máximo) mejores de toda la historia. Y eso sigue siendo así, o al menos así lo creo, por mucho The Last Dance y mucho lío del Dream Team que se le eche encima.