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GOLDEN STATE WARRIORS

El retorno del hijo pródigo: el que a Curry mata, a Curry muere

El jugador de los Warriors regresa a las pistas tras un año casi en blanco y revoluciona la competición que en su día transformó. Vuelve el hombre que nunca se fue.

Stephen Curry, durante un partido de la NBA con Golden State Warriors
Thearon W. HendersonGetty Images

Los Warriors no son una dinastía al uso. Y han tenido, ojo, algunas de las taras inherentes a los grandes campeones, esas que envuelven al equipo en equilibrios extremadamente complicados con, paradójicamente, lazos más frágiles cuanto mayor es el éxito. Toda franquicia que gana mucho en un determinado periodo de tiempo comienza a experimentar síntomas de cansancio y, empapada de triunfos, se diluye paulatinamente en una carrera contra el tiempo en la que se ponen de manifiesto egos, lesiones y/o retiradas (entre otras cosas) que terminan con un proyecto que pasa de tocar la gloria a hundirse, en muchas ocasiones, en una crisis más o menos grave que hace olvidar, con demasiada rapidez, todo lo conseguido anteriormente. Es común ver estos síntomas en dinastías históricas como los Bulls, donde la guerra entre despachos y banquillo (Jerry Krause contra Phil Jackson y todo lo que el Maestro Zen llevaba detrás) paró un proyecto ya envejecido en 1998, cuando podría haber continuado. Con los Lakers de Magic, en los 80, acabó la retirada de Kareem y el hartazgo generado por las maratonianas sesiones de un Pat Riley que fue el hacedor pero acabó pactando su salida con Jerry Buss. A los Celtics de Bird les pesó la edad y la espalda de Bird, con los Spurs de Duncan, otra entidad atípica en fondo y forma, solo pudo el tiempo. Y con los Lakers de Kobe y Shaq acabaron... en fin, Kobe y Shaq.

En ese amago de final anticipado también han entrado sibilinamente los Warriors, que han tenido problemas con Draymond Green, han aguantado la llegada y la salida de Kevin Durant y han pasado, claro, por el sainete eterno de las lesiones, que a todo el mundo le llegan, antes o después. Sin embargo, la importancia capital del proyecto, su incidencia en el juego o su capacidad para reinventar lo que ellos mismos han inventado, les hace distinguirse del resto. Con cinco Finales consecutivas a sus espaldas han conseguido algo que nadie veía desde los Celtics de Bill Russell, han ayudado a aumentar la leyenda de LeBron James mientras se retroalimentaban del mito y agrandaban la suya propia y han salido victoriosos de eliminatorias imposibles igual que, en el pasado, hicieron otros equipos históricos. Tres anillos copan las vitrinas de un equipo cuyo argumento más grande es, de hecho, el haber cambiado una competición que ha experimentado una década llena de cambios y de revolución constante, desde el empoderamiento de los jugadores iniciado por LeBron en 2010, The Decision mediante, hasta la era de los triples que introdujeron en Golden State y desarrollaron hasta su extremo más tedioso y desvergonzado los Rockets de un Harden que, con Mike D'Antoni y, sobre todo, Daryl Morey a la cabeza, han intentado el más difícil todavía: ganar a los Warriors jugando como los Warriors. El problema que han tenido, claro, es que no son los Warriors.

La eternidad está reservada para este tipo de equipos históricos, los dominantes, los que hacen que ganar parezca fácil pero, a la vez, son más conscientes que nadie de que la realidad es radicalmente distinta, prácticamente opuesta y cruelmente infravalorada por aquellos que piensan que los grandes campeones son ajenos al sufrimiento. La otra cara de la Liga se la encontraron los Warriors de repente, con un año en el que pasaron del todo a la nada, del respeto casi reverencial que las lesiones habían tenido con ellos, a un ataque en discreción de la más cruda realidad. El equipo que dirige Steve Kerr, un genio que sabe pasar desapercibido pero que es, por derecho propio, una de las personalidades más atractivas e interesantes de la historia del deporte, sufrió la amargura de las lesiones en las Finales de 2019, esas que estiraron hasta parecer inmortales en el quinto partido, con Durant oficialmente en el dique seco y los Raptors por delante y en dinámica ascendente. De ahí salieron vivos los Warriors, al igual que aguantaron hasta los últimos minutos del sexto asalto, con la baja añadida de un Klay Thompson que ha chocado de bruces con el infierno del tendón de Aquiles cuando estaba a punto de retornar a las canchas. El mejor lugarteniente de Stephen Curry, el sostén espiritual de una franquicia excelsa en una gestión de egos y una química grupal que no se ha valorado lo suficiente pero que sigue intacta a pesar del tiempo, los anillos y el comportamiento a veces cuestionable en pista y, también a veces, polémico fuera de ella, de Draymond Green.

Con Durant diciendo adiós camino a la Gran Manzana e Iguodala perdido en Memphis y emergiendo en Miami, los Warriors decían adiós a los dos MVPs de las Finales que han tenido (Durant por partida doble), pero mantenían el bloque que les había llevado al éxito, ese big three que se ha quedado en dúo sin Klay y a un entrenador que es mucho más que eso. Y sin embargo, lo mejor para ellos no ha sido el retorno de ese viaje a ninguna parte en el que se encontraban el año pasado, sino la constatación de que su corazón y su alma sigue tan viva como el primer día. Que ese eslabón esencial personificado por Stephen Curry mantiene la magia con la que conquistó el MVP de la temporada en 2015 y en 2016, ese año de las 73 victorias. Y que sus movimientos en pista, como si levitara, impulsan a un equipo histórico en la Conferencia Oeste más competitiva como si no hubiera disputado cinco escasos partidos el curso pasado. La maldición del Chase Center se acaba después de una mudanza de costes astronómicos que ha sido para perder y no contar con público. Curry, en su eterna capacidad para cambiar las cosas, ha impulsado a los suyos, que perdieron de 26 y 39 puntos sus dos primeros encuentros pero llevan cinco victorias en los últimos ocho, llegando a un récord de 7-6 (más de la mitad de las victorias que consiguieron en todo el curso pasado) que les deja en la séptima posición del Oeste, pero en pleno ascenso y con el retorno del hijo pródigo como motivo objetivo para sonreír.

Curry está en 28,2 puntos (la máxima de su carrera), 5,2 rebotes y 6,2 asistencias, lanza con un 44% en tiros de campo y un 36,6% en triples, un 94% en tiros libres (el máximo de su carrera al margen del año pasado, cuando solo disputó 5 partidos) y hace lo que quiere en pista. Los históricos 62 puntos a los Blazers son ya parte de los anales de la competición norteamericana, mientras que la remontada ante los Clippers que provocó el enfado de Kawhi se fraguó con 38 tantos y 11 asistencias. Curry está en una de esas temporadas en las que puede lucirse: camino de los 33 años, tiene cuerda para rato, y la ausencia de Klay le permitirá asumir todo el protagonismo en ataque (lanza 20,6 tiros por partido más que nunca en su carrera), igual que Jordan hizo en la 1987-88 (37,1 puntos por partido), Kobe en la 2005-06 (35,4) o Harden un año tras otro. Los dos primeros, claro, no lo hicieron siempre porque el resto del tiempo coleccionaban anillos o se volcaban en ello; La Barba tiene una historia distinta y el campeonato es esquivo, quizá, por asumir tanto. Curry puede aprovechar la lesión de su mejor lugarteniente para hacer una ristra de récords en un equipo que, sin Klay, no es candidato al anillo. Y, sin embargo, la mejor noticia para los Warriors y casi para la totalidad del mundo del deporte, es que Curry vuelve a ser el que era, sonríe en pista, se lo pasa bien, tiene una gran química y es ya una estrella veterana y sobradamente consolidada que aspirará, si todo va bien, a su tercer MVP de la temporada.

Los Warriors siempre han sido un colectivo capaz de integrar a Kevin Durant y favorecer la química grupal, desde Joe Lacob y Bob Myers hasta Stephen Curry pasando por Steve Kerr, ajustando salarios, haciendo gala de una integridad y una labor grupal enorme y con la capacidad de cuadrar personalidades absolutamente distintas pero increíblemente complementarias para acceder al éxito. Y, siendo los adalides del baloncesto moderno y de la era de los triples, siendo un grupo y una entidad que es histórica en su conjunto y no por sus personalismos, la cara del proyecto siempre ha sido Curry. Las críticas, minoritarias pero ruidosas (y también incomprensibles), han pesado mucho para juzgarle por las Finales de 2016 o por encontrar cobijo (que no buscarlo) bajo la inagotable sombra de un Durant que le opacaba (como a todo el mundo) en el momento justo. Y sin embargo, los elogios multiplican su figura y reivindican el papel histórico que tiene dentro de una NBA que ha sido suya y de la que es, junto a LeBron, la principal cara del último lustro (o más). Curry es el hombre que cambió el baloncesto dentro del equipo que cambió el baloncesto. Y sigue con sus triples imposibles, sus highlights para la colección (una que empieza a ser muy larga), su eterna sonrisa y sus festivas celebraciones. Entre el coronavirus, las lesiones y un inicio de temporada bastante cuestionable (en su ámbito más general), Stephen Curry asoma la cabeza. Y eso es, sin duda, la mejor noticia de las últimas semanas. La luz en la oscuridad. La demostración de que sigue vivo. El retorno del hijo pródigo. A quién Curry mata, a Curry muere. Volvió la estrella que nunca se ha ido.