¿Jugar o no jugar?
¿Jugar o no jugar? ¿Ir o no a la burbuja? ¿Qué es más importante, el deporte profesional o el problema racial? ¿Cómo utilizamos una influencia que sabemos que tenemos? Son solo algunas de las preguntas que han tenido que hacerse los jugadores de la NBA en los últimos tres meses. Concretamente, desde que el 25 de mayo George Floyd fuera asesinado por un policía en lo que fue a todas luces un abuso de las fuerzas de seguridad del estado, que colocaron la rodilla en el cuello de la víctima y no la movió a pesar de sus quejas. El vídeo, difundido por diferentes plataformas, puso en duda la reanudación cuando parte del plan para la misma ya estaba establecido. Y el tiroteo a Jacob Blake, otro acto a manos del cuerpo policial, ha provocado que, definitivamente, la NBA se enfrente a la mayor disyuntiva moral de su larga historia.
Hay varios puntos a tener en cuenta en una situación como esta, y no todos cuentan con unanimidad. Los métodos de actuación nunca han tenido un acuerdo, ni han sido prolongados en el tiempo o colaborativos en el momento. La respuesta al racismo, una pandemia mundial en toda regla mucho más importante que el coronavirus (quizá no en el momento actual, pero sí atendiendo a la historia y sus consecuencias), tampoco ha contado con una lucha común, pero sí ha tenido unos parámetros en los que se ha movido la mayor parte de la NBA. Y no hablamos de esto solo porque es lo que nos ocupa, también porque dentro de la misma sociedad estadounidense (y mundial) existe una división en el tema difícilmente comprensible si tenemos en cuenta que nos encontramos en el siglo XXI. Si el problema es más acusado en Norteamérica, es por la existencia de un presidente como Donald Trump, que ha avivado las llamas, ha cedido a una polarización autoimpuesta y ha rechazado de lleno tanto el conflicto en sí como las protestas generadas en torno al mismo.
Es precisamente por esto por lo que los jugadores en particular y la NBA en general han decidido tomar cartas en el asunto. Si ya en Estados Unidos fue una sorpresa (relativa) que Trump ganara las elecciones el 20 de enero de 2017, la necesidad de echarle de la Casa Blanca se ha convertido en meridiana. Siempre con la mejor Liga del mundo en su contra y con personalidades baloncestísticas (Popovich, LeBron) que han tenido pocos o ningún problema en criticar abiertamente su gestión, los jugadores buscan la mejor manera de utilizar su influencia para que el mandatario no repita el próximo 3 de noviembre, fecha de las próximas presidenciales. Y si tras la muerte de George Floyd hubo disparidad de opiniones, el coronavirus ha pasado ahora a un segundo plano para dejar relucir las voces que la NBA ha entonado, ya dentro de la burbuja, casi al unísono, para cambiar las cosas. Por mucho que esto genere ciertas contradicciones con el comportamiento de ciertas personalidades en el caso de Daryl Morey y su ya consabida polémica con China. Y su gran mercado, claro.
¿Quién necesita qué?
A pregunta tan extrañamente formulada no puede haber respuesta del todo lógica, que sí coherente. O no, dependiendo siempre de a quién la preguntes. La disyuntiva moral en este caso podría consistir en ver qué es mejor en cada momento. Y dónde está la necesidad real. Estamos hablando de un país cuya comunidad negra representa al 13% de la población. Y con ese porcentaje, desde el 1 de enero de 2015, han sufrido disparos de la policía 1.252 afroamericanos, más del doble que la cantidad de blancos. Y esto, sin incluir muertos en custodia policial, asfixia, atropellos... Las manifestaciones desde el 25 de mayo han acabado con más 4.000 detenciones y varios muertos, y un asalto a la Casa Blanca obligó a encerrar a Trump en su búnker. Y dos asesinatos más tras el ataque a Jacob Blake, incluidas bochornosas imágenes de grupos supremacistas que se unían a la policía para perseguir a las personas racializadas (negros en prácticamente su totalidad), recibiendo el beneplácito de los propios agentes en forma de botellas de agua.
Entonces, ¿qué deben hacer los jugadores? A estas alturas son muy recientes las palabras de un doctor español hablando de la influencia de las personas famosas. Y, aun estando al otro lado del charco y siendo la realidad del continente radicalmente distinta al del nuestro, sus palabras no se alejan tanto de lo que representan en lo literal ni de los que se asemeja al problema moral que acecha a la NBA. O quizá no tanto. Desde luego, ya fueron muchas las voces que se negaron al regreso, aunque en ningún momento dieron la sensación de poner en peligro la reanudación. Ahora, la unanimidad es aplastante, y la necesidad de una respuesta más dura se ha juntado con los ánimos caldeados de unos jugadores que llevan ya semanas sin ver a sus familias y amigos y a los que no les podía ir del todo mal salir de esa incómoda burbuja (para algunos) que se ha saldado sin positivos (para todos) y que ha demostrado ser un éxito para escapar de la crisis sanitaria, que no de la racial. Aunque para ello y por desgracia, no hay burbuja que valga.
Moverse en aguas pantanosas es muy común en estos casos, como lo es entrar en incoherencias y contradicciones. La situación racial no es extraordinariamente preocupante por el hecho de serlo en un momento determinado, en pleno siglo XXI y en un encuadre histórico de derechos conquistados que se han puesto en duda con el auge de políticos como el propio Trump. Lo es también por desarrollarse en gran medida (que no en exclusiva) en un país que se jacta de ser la cuna de la democracia occidental o de las libertades individuales. Pero que también sufre de una marcada ausencia de clase media y un estamento empobrecido enorme donde se sitúan un gran número de personas racializadas. Un sector de la sociedad que sufre de unos abusos policiales evidentes según las estadísticas y que ha vuelto a convertirse en la más absoluta desgracia con el caso Jacob Blake, que recibió siete tiros por la espalda de un agente de de la policía.
Ahora bien, dentro de la NBA hay un amplio porcentaje de jugadores de raza negra que se encuentran en una tesitura incómoda. Muchos de ellos proceden de los suburbios más pobres, tienen que mantener a una familia y todo lo que eso conlleva, y deben ajustarse a un tipo de vida que ellos escogen pero que es ya inicialmente alto en la sociedad estadounidense, con una marcada tendencia al consumismo y unos precios siempre al alza que pasan de lo más cotidiano a las entradas de los partidos de baloncesto, algo que ha cambiado a aficiones cercanas y ruidosas por otras con una idiosincrasia que se aleja ligeramente de la de sus antecesoras. Y no todos son LeBron y cobran lo mismo que él. El porcentaje de dinero que los jugadores ya han perdido por el parón y las consecuencias económicas que podría tener la cancelación definitiva ha hecho a más de uno pensarse de qué lado está... si es que hay dos lados. Porque sí, los hay, pero abogar por la reanudación puede ser una decisión, para muchos, más relacionada con una propia supervivencia que por un tema social que una buena parte de ellos han sufrido en sus carnes.
Lo moral, lo económico y el punto medio
Eso último es lo que ya se ha intentado, terminar el curso para que las consecuencias económicas no sean tan grandes y llevar logos en las espaldas, mientras la propia NBA hace gala de su consabido progresismo y no sanciona protestas en el himno. De hecho, Adam Silver, un hombre de 58 años que estudió Ciencias Políticas en Duke y Derecho en Chicago, tiene una manera de resolver las cosas flexible, con un discurso magnético y un verbo afilado. Ya lo demostró cuando apenas llevaba dos meses en el cargo tras sustituir a David Stern y resolver con un aplomo y eficacia enormes ante la opinión pública el caso Donald Sterling, que sentó un precedente dentro de una competición cuyos dueños han apoyado hoy a sus jugadores, más empoderados que nunca, sin dudar. Con comunicado incluido (breve y leve), esta vez sí, de los Knicks, que brillaron por su ausencia tras la muerte de George Floyd, envalentonados por un James Dolan que es amigo personal de Trump y tiene la misma empatía social que habilidad para dirigir una franquicia.
Volvemos pues al tema de los referentes. Lo que Colin Kaepernick hizo en su día la NBA lo ha imitado bajo la protección de un Silver que, siendo un gran comunicador, quiere una Liga de pilares firmes pero encofrado líquido, de fácil mutación. Y adaptada tanto a los cambios producidos por el boicot de los jugadores de raza negra que protestaron contra Sterling en 2014, como a los de una la situación inédita llamada coronavirus. Ahora, los jugadores, de una influencia social enorme, dudan qué decisión tomar. Algo que puede afectar a la intención de voto de unas elecciones que se celebran en apenas dos meses si tenemos en cuenta la audiencia con la que cuenta la competición, siempre creciente y que reunió, por ejemplo, 20 millones de espectadores de media en las cuatro Finales que disputaron Cavs y Warriors este último lustro.
Hoy la NBA es un fenómeno global a niveles que dejan con la boca abierta a otras Ligas estadounidenses (MLB, NFL, NHL) y cuya protesta han imitado, en este momento histórico, en la MLB y la WNBA, cuyas jugadoras han salido cada una con una letra del nombre de Jacob Blake y una camiseta con siete agujeros en la espalda, una por cada tiro que recibió la víctima. Desde luego, su influencia en Estados Unidos es notoria, pero no se puede olvidar dentro de una comunidad internacional en la que también existe el problema del racismo y donde la NBA tiene algo que decir. No en vano, tiene 12 oficinas en todo el mundo, sus partidos se emiten en 200 países, tiene una política de acción productiva que se ha extendido incluso a África y una League Pass cuyas suscripciones crecieron un 21% la pasada madrugada. Porque sí, se trata de erradicar el problema y cambiar el rumbo de unas elecciones en el país. Pero si de paso influimos en el resto del mundo, mejor. O eso pensarán algunos.
La solución, harto complicada, parece una quimera a la que solo los jugadores podrán resolver. La reunión que tuvieron tras la histórica suspensión de la jornada ya dejó entrever que el boicot de la jornada era solo un aviso. Las consecuencias económicas de una cancelación que finalmente no se ha dado ha hecho replantearse las cosas a los jugadores, ya que todos votaron a favor de seguir excepto Lakers y Clippers. Los primeros, el mercado más grande de la competición, más allá del valor monetario que puedan tener los Knicks y compañía; los segundos, un mercado emergente que está valorado en 2.150 millones de dólares, más de lo que pagó Steve Ballmer por él tras la salida de un Sterling que los adquirió por 12,5 millones en 1979. Esto demuestra dos cosas: que el mercado sufre y que las franquicias más ricas tienen menos que perder. Sobre todo LeBron, en otra dimensión salarial (por contratos deportivos, publicitarios...) y con menos preocupaciones en este aspecto que gente de la parte media baja de la Liga o esos que, como dijo McCollum, "viven al día".
La disyuntiva moral es enorme. Va de lo personal a lo colectivo, de perjudicar a compañeros de profesión o a toda una clase desfavorecida. La negativa de Lakers y Clippers no fue decisiva y todo quedó como un aviso (histórico, pero un aviso) previo a una nueva reanudación, esta vez tras un parón más pequeño que el anterior. Y sí, hay una opinión generalizada de que no se debería haber acudido a la burbuja, pero a la hora de la verdad se vota lo que se vota. Eso sí, es evidente que mientras la población de raza negra languidece, la NBA es un foco de atención que acapara unas miradas que se distraen mientras (algunas, claro) ignoran el problema real. Las manifestaciones continúan, los muertos no cesan, el coronavirus aprieta y los jugadores se mueven en una batalla moral resuelta con la continuación de los playoffs y que sigue definiendo a una competición cuya dosis de progresismo sigue alcanzando cotas históricas, abanderando una causa de la que nunca han renegado, pero con la que jamás han llegado tan lejos. Adam Silver ve como continúa la campaña más difícil de siempre; y LeBron, pasa de pedir de forma incesante la reanudación a irse de una sala tras abogar por la cancelación. Y claro, a ver quién le dice que no a LeBron. La NBA se enfrenta al más difícil todavía. En un capítulo que, ya se sabe, quedará para los anales. Para bien o para mal.