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Era un chico con pintas raras cuando entró en la pista central por primera vez a jugar una final de Roland Garros, hace ya tantos años. Esos pelos, esos pantalones, esa mirada barriobajera que devoraba el futuro a golpes de revés. Podía haber sido un personaje de “El Vaquilla” perfectamente. Un descarado. Era un chaval que no parecía que fuera a ser el mejor. Un chico que se saltaba un poquito a la torera las normas de vestimenta y decoro de la clase alta que acostumbra a poblar las gradas y tribunas de la Philippe Chatrier. Nadie se daba cuenta, ninguno nos dábamos cuenta, de que esa mirada ceñuda plena de convicción iba a dominar el mundo del tenis en la época mas difícil para dominar este deporte, en la época de las bestias sagradas: Roger Federer y Nole Djokovic. Es como reinar en el mundo del fútbol en tiempos de Messi y de Cristiano. El mundo a sus pies desde París. A los españoles nos pone mucho, además, que esto suceda en París. No disimulemos.

En la final, terminó el primer set dando un pelotazo al juez de silla, acabó el segundo mientras se iba al baño deprisa y corriendo (los reyes del mundo también mean), y se llevó el título en el tercer set machacando con un 6-0 a un alumno suyo, crecido en sus pechos en la academia que Rafa Nadal tiene en la isla de Mallorca. Impecable. 18 juegos ganados contra 6 perdidos. A París le ha costado rendirse, pero al final se ha rendido. Y medio cojo. ¿Qué habría pasado si Nadal hubiera tenido el pie perfectamente en los últimos años? ¿Cuántos Grand Slams tendría a estas alturas?

En fin, señoras y señores, sombreros fuera. Cuando nos enamoramos, nos enamoramos. Y este chico que llegó a París hace diecisiete años con pinta de macarrilla nos ha vuelto locos, a todos sin excepción, con su maestría y su descarada sencillez. Viva el deporte con elegancia. Viva la elegancia en todos los ámbitos de la vida. Nadal lo sabe, y la practica. Un señor con todas las letras, además de ser el Rey del Mundo. Monsieur Rafael Nadal.