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Comencemos aclarando que el CTA no es el GTA: lo segundo es un famoso videojuego basado en el espíritu quinqui y el libre albedrío, mientras que lo primero no es un videojuego. A partir de ahí, convendría no sacar conclusiones precipitadas sobre la extraña relación que mantenían Enríquez Negreira y el Barça desde los tiempos de Joan Gaspart, que es como retrotraerse a la tarde en que Harry encontró a Sally.

De hecho, lo único que sabemos con certeza es que el club catalán abonaba, al entonces vicepresidente de los árbitros y a su hijo –en todas las empresas aparece un hijo dispuesto a digitalizar los negocios del padre–, unas cantidades de dinero bastante jugosas a cambio de unos informes que tampoco lo quitarían de pobre pues, presumiblemente, venían a decir aquello que todo el mundo sabe desde el principio de los tiempos: que la mayoría del estamento arbitral es madridista, como el resto del país, y contra eso es muy difícil luchar. “Pero se puede intentar”, que diría un buen comercial del sector para captar la atención de potenciales clientes.

No es mal arranque para una comedia clásica en la que unos pícaros sin demasiado poder real convencen a un palomo –y a sus sucesores en el cargo– de que se puede subvertir el orden establecido poniendo un billete encima del otro, siempre sobre la misma mano. Y es que, puestos a imaginar la verdadera naturaleza del negocio en cuestión, mejor ampararse en la parodia costumbrista que dar por consumados según qué tipo de delitos aunque, tratándose del Barça, también sabemos lo barato que resulta pedir perdón, incluso desdecirse, cuando llega el momento de sustentar dichas acusaciones con pruebas.

200.000 euros costaron aquellas insinuaciones de dopaje que incendiaron los foros de internet durante meses e hicieron las delicias de los aficionados más intrigantes, una minucia si se compara con el precio de una infravivienda en el centro de Madrid o la posibilidad de destruir el legado del mejor equipo de la historia. Algo, por cierto, para lo que el propio Barça ha demostrado no necesitar ayuda ni asesoría, único club en el mundo capaz de dispararse en el pie y, por si acaso, emitir una factura.