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Otra columna sobre Vinicius

Estos últimos días (y como cada vez que se repite un episodio racista contra Vinicius), los periódicos, las tertulias de radio y televisión, los tuiteros, cualquier ser humano que opine del tema en un contexto amistoso, familiar o festivo, tiende a equiparar los delitos de odio de los que es objeto Vinicius —los insultos o gestos racistas—, con su comportamiento sobre el campo. Lo hacen como si ambas cuestiones fuesen dos caras simétricas, como si naciesen de la misma matriz y estuviesen compuestas de la misma sustancia.

Es una equiparación, voluntaria o involuntaria, que da a entender que si el insulto racista se produce dentro de un estadio de fútbol, pues entra dentro de la normalidad. Y si el insulto racista se produce cuando un futbolista se comporta de forma reprochable es hasta justificable. El insulto racista se interpreta casi como un abucheo más, la respuesta a una provocación, una clase de agravio, un “idiota” un poco elevado de tono.

Hay gente, atención, que incluso está aprovechando estos días para poner el foco del debate en la inexistencia misma del racismo. “¿Racismo? ¿Qué racismo? ¿Cómo va a haber racismo si yo no sufro ni lo veo ni lo percibo ni me afecta?”, piensan. O hay gente, la mayoría, que considera el racismo algo anecdótico, la reacción visceral de tres o cuatro descerebrados venidos a más en un campo de fútbol. De este modo en lugar de intentar entender la base estructural o los efectos de la discriminación y los estereotipos, el racismo se presenta como un problema de varias personas que se dicen o se hacen cosas malas entre sí.

Vinicius seguramente es demasiado inmaduro, demasiado impulsivo, demasiado controvertido, o incluso demasiado egocéntrico, como para convertirse en abanderado de una causa que le viene grande a cualquiera. Por supuesto también a él. Pero resulta que él tiene un altavoz del que otros no disponen y lo está aprovechando a su manera. Como poco, aquí estamos unos cuantos hablando de racismo en España.

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