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Amé la Fórmula 1 desde 1970, aproximadamente. Yo tendría unos 13 años. En esa época, en nuestro país, era tan lejano tener un piloto en la F1 como tener un jugador de basket en la NBA. Un sueño. Dos sueños.

Iba a veces al circuito del Jarama, y siempre regresaba a casa pensando en el espectáculo maravilloso que había presenciado, porque, además, amaba ese olor a Castrol que había en la pista y ese sonido de los motores que me apasionaba. Algo había en ese agudo terrible y ese poderío sonoro que me volvía loco. Seguí amando la F1 según pasaban los años, y de vez en cuando aparecía algún nombre que nos daba alguna esperanza a los aficionados, Luis Pérez Sala, Emilio de Villota, etcétera. Aún así, soñar con ganar un punto tras una carrera, un solo punto, era algo absolutamente fuera de lo normal. Ya era rarísimo ver un coche conducido por un piloto español. Por eso yo vengo hoy aquí a recordar el inmenso valor que tiene lo que lleva haciendo tantos años el mejor piloto del mundo, Fernando Alonso. Este señor me ha devuelto la fe desde que está en los circuitos. Me enorgullece mucho que, tenga el coche que tenga, lleve más de 20 años dejándose la vida en la pista por arañar un solo punto. He visto a muchos pilotos correr, pero ninguno me ha transmitido lo que él. Sólo Senna y Schumacher. Esa es mi santísima trinidad. Por eso, cada vez que le va un poco peor a Alonso recuerdo ese sueño recurrente de joven en el que pensaba que tal vez, un día, un piloto de los nuestros sumaría un punto en alguna carrera. Esa es la razón por la que me quito el sombrero ante este piloto, con un Minardi en las manos o con un Aston Martin.

Hay cosas que no se pueden explicar con palabras, como, por ejemplo, la sensación que me produce el asturiano cuando le veo competir. Soy alonsista hasta la médula. Si alguno de vosotros ama como yo la F1 desde hace 50 años, puede que me entienda un poco mejor. Gracias por mi alonsismo, Fernando.