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Continúa el Barça con su indignante ejercicio de cinismo disfrazado de estrategia de supervivencia. Los hechos son graves y atentan contra las mismas bases del cruyffismo: gana jugando mal. Lo de Negreira es malo, pero esto es inadmisible. Comparten este razonamiento impecable dos grupos ultraortodoxos: el culé que piensa que el Barça debe oler a nubes, y otro que, en fin, para qué definir. Digamos que estos últimos ven privativo el concepto de competitividad, saber sufrir y, por qué no, tener suerte. Y los primeros son casi peores: piensan que mejor bello y muerto que vivo y feo. No importan las bajas, una plantilla en reconstrucción, aunque ya no mala, al equipo culé no se le permiten ejercicios de posibilismo. Para abundar más, ayer casi jugó tan mal como en el Bernabéu y no le pitaron un penalti evidente.

Puede que el Barça merezca en cierto modo este ramo de puños cerrados por su presunción y ocasional propaganda (recordemos que todo club hace bandera de las cosas que considera adecuadas), pero conviene tomar distancia y separar palabras, etiquetas y prejuicios de los hechos.

Lo que para personas razonables es un episodio circunstancial ha supuesto una enmienda a la totalidad del desempeño culé en los últimos 35 años, desde el advenimiento del Johan entrenador. “¡Todo era mentira!”, claman unos. “Así no queremos ganar”, lloran otros. “Son como todos, roban, mienten”, afirman los que niegan el modelo. “El fin no justifica los medios, no queremos ser como los demás”, alardean los que lo ven como una Biblia. Todos componen mesas camilla de resentimiento, con la seguridad de poseer la verdad y una opinión férrea: el Barça no puede hacer eso.

El egocentrismo olvida que en la vida y en el fútbol hay que aceptar muchas veces distancias enormes entre palabras, intenciones y hechos. Entre voluntad y desempeño. Que hay otros elementos que participan, que no todo se puede controlar. Yo creo en el diálogo, pero si me vienen a atracar, salgo corriendo. No es tan difícil de entender.