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La tarde del 8 de junio de 1990 me senté en la mesa del salón de la casa de amama (abuela en euskera) con los apuntes de latín desplegados frente a mí y la firme voluntad de estudiar para el examen final que tenía al día siguiente. El reto era difícil, pues no había hincado los codos en todo el curso, pero tenía quince años y aún creía en los milagros. Comencé a memorizar declinaciones, ya sabéis, rosa, rosae y todas esas cosas, cuando caí en la cuenta de que en ese momento empezaba el Mundial de Italia. Encendí el televisor, claro, pero en mi defensa diré que lo dejé sin volumen.

En aquel tiempo aún regía la norma de que el Mundial lo abriera el vigente campeón, como debe de ser. Entonces era la Argentina de Maradona y Bilardo, que se enfrentaba a una de las comparsas del campeonato: Camerún. Me dije que más me distraería no saber nada del partido, que tenerlo de fondo viendo con el rabillo del ojo cómo Argentina iba marcando un gol tras otro. Mientras yo me afanaba con los vocativos, en pantalla aparecieron los nombres de los africanos, cuya sonoridad era muy superior a la latina: N’Kono, Mfede, Massing, Makanaky, Kana-Biyick. Quién me iba a decir que gracias a ellos me enamoraría para siempre del fútbol africano. Fue cuando Omam-Biyick dio un salto de diez kilómetros para, desde la estratosfera, cabecear picado bajo el cuerpo de Pumpido.

Desde entonces, y han pasado más de treinta años, he seguido el fútbol africano anhelando la gran campanada. Pelé había vaticinado un campeón del mundo africano antes de final del siglo XX, pero ni de lejos. Nigeria en 1994, Senegal en 2002, Ghana en 2010, Argelia en 2014, fueron selecciones que estuvieron más o menos cerca de lograr una gesta, pero todas terminaron cayendo víctimas de las expectativas despertadas.

¿Será en este 2022 cuando por fin veamos un combinado africano superar el umbral de los cuartos de final? Ojalá. Por cierto, suspendí. Pero como dijo Séneca: aliquando et insanire iucundum est.