El descrédito del arbitraje
Dos meses después, el Real Madrid sufrió una derrota, tan inesperada como conflictiva. Carlos Romero, autor del gol del Espanyol, mereció la expulsión en una jugada anterior —patada trasera a la pierna de Mbappé que se dirigía como un avión hacia el área rival—, pero nadie en la vasta red de árbitros del partido se dio por enterado.
El nuevo arbitraje ha originado un perverso binomio de incompetencia y desconfianza. En el campo y en la covacha que aloja a los supertacañones del VAR se reproduce jornada tras jornada la misma imagen de corporativismo, dejadez y politiqueo. Lo peor del asunto es que esta casta sigue creciendo, animada por una devastadora ecuación: cuanto peor para el fútbol, mejor para ellos y la industria que les promociona.
Se atribuyó al VAR la condición mágica de la justicia, que hasta hace poco nadie daba por supuesta. El árbitro ha sido sospechoso por naturaleza desde el principio de los tiempos. Solía decirse que sólo la madre del árbitro sentía lástima por él. Formaba parte de un sistema tan primario como el propio fútbol, juego de escasas reglas y muchas zonas grises, aceptadas como parte natural del juego por futbolistas y aficionados. En caso de incendio, el culpable era el árbitro.
Era un figura simplificadora, básica, preindustrial, apenas afectada por las pocas modificaciones que introducía el fútbol. Por decreto popular, nunca se confió en su honestidad. Cargaba con las consecuencias con cierta dignidad, solo ante el peligro y mal pagado. En cierto modo, era un personaje tan necesario como lateral para el fútbol.
Lo que tenemos ahora es producto de un enaltecimiento absurdo de la posición del árbitro. Lejos de mejorar el sistema precedente, lo ha empeorado. Amparados por el culto a la tecnología, los árbitros se multiplican como amebas. De un árbitro y dos linieres se ha pasado a siete interventores, cuatro en el campo, tres en un búnker y, por lo visto, alguno más en los establos arbitrales de Las Rozas.
No se conoce un colectivo más interesado en complicar las normas, favorecidos por la proliferación de nuevas reglas que han transformado en incomprensibles muchos de los aspectos que cualquier aficionado conocía desde su tierna infancia. La tecnología está achicando el fútbol, americanizándolo, excavando en su alma para favorecer una pequeñez que los árbitros cultivan sin desmayo.
Lo más sorprendente es que esta involución se predica en nombre del entretenimiento, de manera que el espectáculo actual del fútbol consiste en detener los partidos con una frecuencia inaudita, observar cómo los árbitros y linieres hacen dejación de sus funciones en el campo, mientras los operantes del Gran Hermano en la cueva federativa empeoran la situación con decisiones incomprensibles o grotescas, como sucedió el sábado en Cornellà o dos semanas antes en el Real Madrid-Celta. Como, por desgracia, sucede invariablemente en un altísimo porcentaje de partidos en España y en el resto de las ligas europeas.
El corolario es bien triste. A más invasión tecnológica y, por lo tanto, más arbitraje, más confusión y perplejidad en el fútbol. Y sobre todo, un descrédito galopante del sistema. Puede que el cromañón pretecnológico fuera sospechoso por naturaleza. Iba en su escasa paga. Ahora la contaminación alcanza de lleno a toda la floreciente industria del arbitraje, donde el fútbol importa mucho menos que el corporativismo, el narcisismo y la insustancialidad.
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