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El Camp Nou de los recuerdos

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Hace unos días estuve en los Encants de Barcelona. Entre muebles antiguos, libros viejos y otros trastos, un señor vendía objetos del Barça: carteles del trofeo Joan Gamper —ese FC Barcelona-Anderlecht de 1990, con despedida a Tente Sánchez—, banderines conmemorativos, llaveros, revistas, brazaletes de capitán y demás material azulgrana. Cuando le pregunté por esos objetos, solo me respondió: “Barça, Barça, todo muy barato”, y reprimí el deseo de convertir todo aquello en metáfora del presente. Supuse que unos familiares habían vendido la herencia de un pariente muy barcelonista. Puede que el lote llevara meses en un armario, criando polvo, y con el título de Liga alguien vio una oportunidad.

Hoy se juega el último partido en el Camp Nou tal como lo conocemos, antes de que el club emprenda su renovación y el Barça se mude por un tiempo a Montjuïc. Será la celebración de toda una época, que incluirá el adiós a Busquets y Alba, pero también será un día nostálgico: atrás quedan esos años en que el Camp Nou fue el estadio más moderno y con más capacidad de Europa, la envidia de todos.

Como haría el coleccionista de los Encants, algunos socios comprarán la silla desde la que han animado al equipo todos estos años. En realidad lo que quieren llevarse es más inmaterial y sensible: lo mismo que me llevaré yo, una colección de momentos jaleados desde las gradas. Cromos en movimiento como la noche de Pichi Alonso con su hat-trick al Goteborg; el último partido de José Mari Bakero, con gol incluido; el pase de Guardiola y la cola de vaca de Romario para dejar sentado a Alkorta frente al Real Madrid; Ronaldinho metiendo su primer gol, en un partido a medianoche; los arabescos con el balón de Xavi-Busquets-Iniesta, los cientos de goles y jugadas de Messi… Eso no es cemento ni me lo quita nadie, como la impresión que me provocó, cuando niño, la primera vez que entré en ese circo enorme: el verde brillante del césped, la alegría de cantar el himno, la emoción de estar a un palmo de mis ídolos.