El ser y la nada: sobre ascensos y descensos
Yo soy de los que abrazan la teoría de que el fútbol nos fascina porque es una metáfora de la vida. También creo que la vida es en sí todo un milagro, una negación de la probabilística.
La gran pregunta de la metafísica, formulada por Heiddeger, es por qué el ser y no la nada. Esa es también una cuestión primigenia que habita en el corazón del hincha, que late al compás de los vaivenes de su equipo. En cierto sentido, todo hincha es un existencialista consciente de que su sentir está determinado por el azar, que los suyos —entrenador y jugadores— intentan dominar la mayoría de las veces de forma infructuosa. En esa consciencia habita la condición misma del seguidor, que ama el fútbol al tiempo que teme sus designios. El descenso de categoría —una cierta manera de dejar de ser— es un ingrediente fundamental, en este sentido, en la imagen de que el fútbol representa la vida, pues no hay vida sin muerte.
Estas últimas semanas no se juegan solo los títulos, sino los ascensos y descensos. Un amigo, seguidor del Sevilla, me contaba que jamás sintió tan intensamente por su equipo, para mal y para bien, con el descenso y posterior ascenso del equipo blanco. El pasado domingo felicité a otro colega, inglés y seguidor del Nottingham Forest, por el regreso a Premier de los suyos. Me recordó que en la última temporada de los rojos en el máximo nivel jugaban en su equipo Van Hooijdonk, Hugo Porfirio y Carlton Palmer. Qué viejos somos, contesté, a lo que él repuso: yo más, tú no tienes ni idea de lo que he sufrido estos años.
No, no lo sé, por suerte, pero me puedo hacer cargo de los sentimientos de los hinchas del Hamburgo —que durante mucho tiempo lució un marcador en el estadio con el tiempo que llevaba en Primera y se ha quedado a las puertas del ascenso una temporada más— o del Saint Ettienne, diez veces campeón de Francia, que ha caído a la Ligue 2. Lo que sí sé es que ese riesgo siempre latente del descenso, del dejar de ser, es un ingrediente fundamental de nuestra pasión, como lo es la posibilidad, aún mínima, de que el rival más pequeño te derrote en 90 minutos. En ese sentido, creo que las ligas cerradas atentan no solo contra la esencia del fútbol, sino contra aquello que lo hace tan fascinante.