Joaquín, con la Copa en todo lo alto

La semana cochambrosa en la que conocimos crudamente el desagradable conchabeo entre Rubiales y Piqué quedó redimida por una final de Copa magnífica, en la que dos equipos entregaron, cada cual en su estilo, todo lo que tenían para dar a su afición el título más antiguo de España, que conserva un sabor especial. Un partido para recordar, bien arbitrado pese a las dificultades, con prórroga y tanda de penaltis, resuelta en el último tiro por Miranda, un joven suplente que se vio ante el trance más difícil de su aún corta carrera, y lo resolvió con aire de veterano. Luego, la tensión le derrumbó y cayó al suelo, roto. Todos los compañeros se le echaron encima.

Digamos que el Betis lo mereció. Aunque fue una final con alternativas de mando, acumuló más méritos. Por dos veces el palo le impidió volver a tomar ventaja cuando el partido estaba 1-1, y podría reclamar el único error de Hernández Hernández, que fue muy permisivo con Guillamón, un terremoto en el medio campo que abusa de las faltas. Le retrasó mucho la primera tarjeta, le perdonó la segunda. Fue el único lunar de Hernández Hernández, que por lo demás rayó a la altura de un gran partido en el que el mejor entre los mejores fue Borja Iglesias, premiado como el MVP. El cabezazo con que abrió el marcador fue antológico.

Se partía el corazón viendo a Gayà llorando en la entrevista final en la tele, y también al verle subir a recoger la hermosa bandeja de plata. El Valencia se queda sin Copa y sin Europa. Esa profunda tristeza de Gayà sólo era comparable con la alegría desatada de Joaquín, ese cuarentón querido de todos que cogió el trofeo de las manos del Rey, como cualquier aficionado que no fuera valencianista ni sevillista estaba en el fondo deseando, porque este es un tipo entrañable que no se cansa de repartir alegría. Un gran triunfo para el Betis de Pellegrini, que aún tiene a tiro un objetivo de caza mayor, el cuarto puesto que da acceso a la Champions.