Yo no soy tonto
En las relaciones sentimentales, y el fútbol lo es, la aceptación de la rutina es importante. Y si algo he envidiado del madridismo desde que tengo uso de razón es esa convivencia normalizada con el drama a la espera del éxito, ese "todo irá bien" cuando uno se encuentra los zapatos de Bale junto a la cama: amor sin reservas, en definitiva, de reproches muy puntuales. Mientras tanto, los culés seguimos empeñados en poner pegas a Cenicienta o desconfiar cuando Meg Ryan —o Joan Gaspart— fingen un orgasmo porque Rivaldo nos mete en la Champions de chilena: nada parece suficiente y todo es susceptible de apretar los puñitos, incluso aquellos años bárbaros de Cruyff, Guardiola y el éxito por castigo.
Cuando un mito como Xavi Hernández —el mejor futbolista español de la historia— acepta un reto como el de resucitar a un muerto, lo hace sabiendo que devolverle la vida nunca será suficiente: siempre habrá un pero, siempre saltará una perdiz inesperada a la que disparar, nunca nada tiene demasiado sentido salvo ese sentimiento ancestral de ponerse todas las vendas posibles a la espera de una nueva herida mortal. La última, entrar en depresión colectiva porque el CEO del club, un señor que nos presentaron como cerebrito de Mediamarkt ("yo no soy tonto"), dice adiós al reto planteado porque no le dejan convertir el club en una tienda de electrodomésticos.
Pero, como decía el conejo de la tele, no se vayan todavía, que aún hay más. Al exministro Manuel Castells, entre otros culés ilustres, no le gusta el patrocinio de Spotify: acabáramos. Alinearse con Neil Young —y amenazar con entregar el carnet de socio— es un gesto de gran poder simbólico pero que plantea alguna que otra pregunta: ¿aún tenía carnet? ¿no lo había roto cuando el Barça se arrimó a Qatar Foundation y encamó con Qatar Airways? Quizá todo se reduzca a una mera cuestión de lealtades, de afinidad con los antiguos dirigentes. Pero eso, claro está, no es motivo suficiente para que un diario te publique una carta como si fueras San Pablo escribiendo a los Corintios que, por cierto, tampoco eran tontos.