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Corre Rafa, corre a la cima

Wimbledon 2007. Federer-Nadal. Quinto set. Rafa pone al suizo contra las cuerdas con un 15-40 en el tercer juego... Pero se le escapa vivo. Undécimo Grand Slam para el suizo, que tras llorar sobre la hierba después de sufrir en su final más dura hasta entonces, augura lo que venía venir ante un micrófono: “Me alegro mucho con cada cosa que consigo ahora, antes de que él se lo lleve todo. Está mejorando muchísimo”. Rafa, por entonces, ‘sólo’ tenía tres Roland Garros. Y habría que esperar unos meses hasta que Djokovic ganara su primer grande en Melbourne en 2008 para entrometerse en el mano a mano. Pero el serbio no seguiría aumentando su cuenta hasta su explosión en 2011. Todo parecía encaminado a un pulso entre el hielo y el fuego. Entre el temple y el nervio. La elegancia y la exuberancia salvaje. El virtuosismo y el esfuerzo. La aparente facilidad y el sudor a chorros. Un marketiniano no hubiera encontrado mejor guion.

Sólo con la rivalidad Federer-Nadal, el tenis ya podía despellejarse las manos aplaudiendo. Así que hay que atribuir muchísimo mérito al serbio, capaz de desbaratar ese pulso con su instinto de killer y apretar a los dos hasta el límite de lo humano. Nadal, con 35 años ya, luchará por quedarse solo en la cima en un escenario, la Rod Laver Arena, que muchas veces le ha sido esquivo. El mismo en el que su tío Toni, después de emplear 5h y 14 minutos en la semifinal de 2009 para tumbar a Verdasco acabando fundido y antes de enfrentarse y ganar a Federer (“Dios, esto me está matando”, musitó entonces entre lágrimas el expreso de Basilea) le dijo: “No digas que no puedes. Si te dicen que hay alguien detrás de ti con una pistola y te dispara si paras de correr, seguro que corres. No estarás tan cerca como ahora de ganar en Australia”. Corre, Nadal, corre como un demonio. Quizá nunca estés tan cerca de mirar por el retrovisor a Federer y a Djokovic.