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La Supercopa femenina ha ido de maravilla. Ganó el Barcelona al Atlético de Madrid, un equipo brillante, pero en reconstrucción, y el partido fue un doble brindis. El primero, por el Balón de Oro de Alexia Putellas y el segundo, por la celebración de la vida de Virginia Torrecilla. Las jugadoras culés mantearon a su compañera colchonera, después de casi dos años sin jugar por un tumor cerebral. Una foto para la historia. Pero recordemos que a cinco días de la final, aún no se sabía el horario del partido. Estaba la Federación ocupadísima con Qatar y sus cosas.

Y es que detrás del chin chin de las copas, se ocultan los cristales rotos. Por un lado, hay cada vez más jugadoras federadas, ya no es raro ver niñas jugando en los patios de los colegios y también está el interés de la gente que disfruta del fútbol femenino. Como gran ejemplo están las 80.000 entradas agotadas para ver los cuartos de final de Champions entre el Barcelona y el Real Madrid. Pero tampoco podemos olvidarnos de que la directiva del Rayo Vallecano ha prohibido a su plantilla femenina conceder entrevistas para no dar más pábulo a las condiciones en las que viajan (sin cuerpo médico ni delegado) ni que la entrenadora del CD Covadonga de Oviedo fue cesada tras una disputa sobre los pagos de las cuotas y una airada protesta en la prensa.

Así que tenemos la Supercopa de este año, que gracias a un gesto humano y deportivo como pocos, ya está dentro de la iconografía de nuestro deporte. Eso no debería ocultar que las mujeres tienen que invertir cientos de horas en discusiones con federaciones y directivas que no toleran el mínimo derecho a la queja. Como vimos en el documental sobre la Selección española, "Romper el silencio" o "LFG" sobre la lucha de Rapinoe y varias compañeras por la igualdad salarial en Estados Unidos, muchas jugadoras se juegan el puesto.

La foto que nos ha dejado la Supercopa es maravillosa; es un símbolo de que para que alguien o algo suba, tiene que haber mucha gente debajo peleando. En el campo y en los despachos.