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Ni juego combinativo, ni fútbol total, ni tiki-taka, ni tiki-taki, ni jogo bonito, ni catenaccio, el sistema de juego más extendido del mundo es una doble negación: no jugar a nada. "Joder, es que no jugamos a nada", se escucha en cualquier bar de España un fin de semana. "Jugando a nada imposible ganar", le grita alguien a su televisor en algún salón. "¿Pero a qué esperan para jugar a algo?", reprende otra persona desde una grada.

Jugar a nada no es jugar mal, es jugar peor porque jugando mal al menos hay una noble intención futbolística detrás. Existe una forma superlativa de no jugar a nada y es la de esperar que el rival juegue a menos, algo que con suerte sucede en algún partido. Como unas oposiciones a las que vas esperando el fallo rival, más que el acierto propio. Si lo piensas bien tiene mérito eso de que un equipo no juegue a nada disponiendo de once futbolistas con calidad sobre el césped. Once personas desconectadas, corriendo de un lado a otro sin aparente sentido o coordinación durante noventa minutos.

No jugar a nada deja en el espectador la sensación que dejan los días entre semana en invierno, una especie de nebulosa de monotonía, la inevitabilidad de un lunes que ya has vivido cientos de veces. En esas anda últimamente el FC Barcelona del dinamitero Koeman. Parece esperando a que algo se mueva sin moverse demasiado. Y ya sabéis lo que dicen los sobres de azucarillos y los carteles motivacionales de las oficinas: "No esperes resultados diferentes si siempre haces lo mismo".

Todos dan por hecho que la destitución del técnico holandés llegará más pronto que tarde. Lo cierto es que desde la pizarra se trasladan las ideas, especialmente la ausencia de ellas. Y sin argumentos futbolísticos no hay argumentos o comunicados que valgan. Pero un equipo que no juega a nada no lo hace sólo por falta de ideas, también lo hace por falta de proyecto. No jugar a nada es un síntoma que puedes paliar con medicamentos nuevos, pero que antes o después terminará en recaída.