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Hace tiempo, hablando con mi hermano Marwan, enajenado de razón y dignidad, depuse que dejaría de ver fútbol cuando Messi se retirase. Su ausencia generaría una melancolía que me haría odiar por comparación a cualquier gran jugador o a todos los zurdos. Bien, lo que ha pasado es aún peor. El Barça y Leo se han equivocado tanto que han acabado separándose, acudiendo nada menos que el PSG a enjugar las lágrimas de la estrella. Esto, para que nos entendamos, es el equivalente a que mi novia se largase con el imbécil de la urbanización, mi archienemigo del polo con solapas levantadas, a vivir en el piso de arriba, se llevase a nuestra hija y yo la viera por las mañanas perfectamente peinada marchar al colegio con una camiseta de Vinicius.

Pero henos aquí, dándonos cuenta de que las pesadillas y el sinsentido tienen su atractivo. Ya no hay excusas, estamos arruinados, reforzando rivales directos, con delanteros toscos y un grupo demasiado joven y demasiado veterano a la vez, sin término medio. Y tengo unas ganas atroces de ver a dónde nos lleva todo esto. Así que no es solo la obligación profesional de escribir estas líneas la que me impide pasar del fútbol para leer más, sino la curiosidad de si el Barça acabará siendo el Milan o los Lakers, que siempre vuelven.

Laporta ha escapado de nuevo de lo que se esperaba de él, comportándose con sensatez, sin inventos u ocurrencias. Ha tomado decisiones, para eso lo han elegido, generando un vacío doloroso que deberá llenarse. Reconozcámoslo, llevamos años fingiendo que la cosa iba bien, que con Messi bastaba. Y no: el matrimonio acusaba el tiempo y los errores. Jan ha mandado acabar con el romance antes de que se muriera de viejo, como Scarlett en Vicky Cristina Barcelona. Otros disfrutarán el declinar de Leo, nosotros nos encontraremos solteros, saliendo entre semana, equivocándonos mucho y atisbando a lo lejos una nueva felicidad. Costará. No será este año. Pero el fútbol es el terreno del reenamoramiento por excelencia.