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El escudo del Barça representa una olla dividida en cuatro partes. Las superiores simbolizan la ciudad y la región; en el medio lucen las iniciales de su nombre; la parte inferior se engalana con los colores del uniforme y la razón de ser del club, un balón de cuero. Es bonito. Todo lo hermoso que puede ser un escudo, entendámonos: no es la Gioconda. El blasón refleja con precisión el carácter pasional y plural del barcelonismo: todas las corrientes (más ideológicas que deportivas) conviven gritándose en un espacio caldeado. Se subraya desde el emblema el subconsciente colectivo del club, el entorno, bautizado por Cruyff, que es todo aquel que no comulga con quien mande en determinado momento.

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En el uniforme reina la dicotomía entre seny y rauxa, perfectamente representados por dos colores tan vivos como el azul y el rojo, a priori poco combinables, pues reflejan una fuerte rivalidad con sus potencias respectivas. Quizá sea este el origen del cainismo de las facciones, de sus dirigentes, que se alternan en el intento de hundir el club, cada uno a su modo, sin terminar de conseguirlo. El Barça luce ambos en su camiseta, en combinaciones tan insolentes como la de este año, un cachondeo que precisamente trata de homenajear al escudo. Lloro.

Hay tanta bipolaridad en el club, en su entorno, que es muy posible que se estén dando dos situaciones a priori improbables: que el gamberro de la plantilla sea, de todos ellos, el tipo que mejor ha evolucionado con el tiempo, llegando a significarse como el salvador del club, futuro presidente; y que el equipo, tan decadente en los últimos años, haya necesitado tocar fondo con la pérdida de su mejor jugador para comenzar a reaccionar. Messi era una bendición que se convertía en problema cuando era el único recurso de un juego insuficiente. También era culpa suya: el poder más absoluto es el que se ejerce incluso sin querer. Él era el peaje obligatorio de todo el flujo de ataque. Caído el ídolo, veremos si se vuelve al equipo. Lloro.