Zidane, entre la lejía y la envidia
Pocos sentimientos humanizan tanto como la envidia. Yo lo descubrí de niño, viendo a Míchel dominar la banda y a Butragueño deteniendo el tiempo en el área. Aquello preocupó muchísimo a mi padre, que se gastó un dineral en psicólogos porque el niño no estudiaba mientras el niño no hacía más que preguntarse por qué sus dos ídolos vestían de blanco y no de azulgrana (aunque póngase usted a explicarle estas cosas a los terapeutas de antes, en su mayoría argentinos que no distinguían a un bostero de un millonario). La dejé durante un tiempo, a la envidia, digo, como se deja el tabaco sin estar del todo convencido o la preparación a las oposiciones de Correos por pura estadística, pero el maligno contraatacó fichando a Fernando Redondo y a los cuatro días ya no me quedaban uñas ni consultorios recomendados a los que acudir.
No voy a comparar a Zidane con Guardiola por razones que a mí me parecen obvias pero, especialmente en ausencia del ídolo, toca reconocer que no ha sido agradable ver al francés dirigiendo las operaciones en la acera de enfrente, junto a la cal del infierno. Su calva lujuriosa, sus outfits ideales, sus declaraciones llenas de desdén e incomprensión, sus triunfos, el orgullo en la cara del madridista de a pie también en la derrota… Todo me recordaba al paraíso perdido, abandonado de forma abrupta porque en Barcelona sobran personajes que se sientan más importantes en la historia del club que los auténticos mitos. También en Madrid, claro, y eso es algo que el barcelonismo debería aprender a valorar: no estamos solos en la demolición soñada del Imperio.
Tres veces le agotaron la paciencia a un hombre que derrocha sosiego en cada mirada, con esos ojos cristalinos que nos recuerdan la diferencia entre una lágrima y los orzuelos. Y lo criticarán por ser especial, único, diferente, entregado como está este mundo al dominio de los replicantes. Se va, en definitiva, y tocará celebrarlo porque el Real Madrid vuelve a ser un club con poco que envidiar salvo el blanco de su uniforme, que casa con todo y además se puede lavar a máquina, incluso con lejía.