El Barça se queda atónito

Partido interesante pero no inteligente. El Atlético ganó la primera parte y perdió en la segunda, pero en ninguna de las dos hubo acierto en los metros decisivos. El Barça jugó como si no hubiera ensayado ni los saques de esquina, y al Atlético le fallaron los pícaros, entre ellos Luis Suárez, llamados a salvar sus últimas zancadas. Oblak se forzó más que su colega holandés, pero porque Messi se empeñó en seguir solo ante el peligro, siendo él, además, él único con peligro en las botas. Como si estuviera atónito en una galaxia sin fe, el equipo que era de Koeman aunque éste se hallara a distancia se entretuvo en preparar el partido hasta cuando éste terminaba.

De tácticas no sé nada, pero sí sé algo de nombres propios. Cuando escuché el largo silencio de don Luis Suárez, que sigue siendo el mayor sabio vivo del Barça eterno, sentí ese disgusto por dentro que sentimos los aficionados cuando se hacen más oscuros los malos presagios. El pesar más duro, el que provoca la amenaza de derrota, revoloteó en ese primer tiempo inane del Barcelona, y en ese estado de ánimo influía sin duda el hecho metafórico de que fuera el buen Luis Suárez (pillo y peligroso, aunque este sábado más aguado) el que rompiera la virginidad dubitativa del resultado.

Otra vez el miedo agarrotó a los azulgrana, hubo miedo a fallar adelante, miedo a estropearla detrás. La incertidumbre en el fútbol agarrota a los futbolistas hasta límites que generan ronquera en las botas; el Barça, pues, trabajó como un equipo enfermo de dudas y, si se me permite el juego de palabras, de deudas, porque tiene jugadores (Dembélé sobre todo) que juegan como si acabaran de llegar al equipo o al fútbol, esperando el milagro de santos en los que no creen. La defensa es la madre de esta derrota que pende siempre sobre el Barcelona, y en el Camp Nou no fue una excepción: la pelota no nace sana, así que llega a trompicones a una delantera que no es merecedora de esas falencias o en todo caso se perdió en las veredas de la nada.

La cara más eficaz de todas las que se vieron para explicar las difíciles relaciones de la ilusión con la realidad fue la de Ronald Koeman, que lejos de la demarcación que le toca mostró sucesivamente todos los colores de los que son capaces sus ojos para expresar expectativa, incredulidad o disgusto. Empezó muy pronto su recital de frustraciones, a medida que el equipo le prestaba al Atlético casi todas las posibilidades de la desgracia. Sería injusto decir que hubo resignación, pues Messi no se rinde, pero el larguero en sus distintas versiones, próximo o simplemente azaroso, se encargó de destruir los valores en los que soñó el 10, que este sábado pudo haberse llamado 20, pues hizo el doble que sus compañeros. El doble y, total, nada.