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Del desempeño del Barça esta temporada se podría afirmar una cosa y su contraria, como corresponde a un club sentimental, tremendista y polarizado. Se aprecia sin embargo que la tendencia, reciente y sutil todavía, es hacia el crecimiento deportivo e institucional. Tampoco es difícil. El arrollador triunfo de Laporta disimula la cainita división entre Cruyffistas y Los Otros. No crean que estos han desaparecido o mucho menos cedido en sus pretensiones, están replegados a la espera de mejores tiempos para sus mezquinos postulados. Han sabido leer que no era su momento después del destrozo cometido y no presentaron ni candidato continuista. Volverán.
El caso es que estas semanas, eliminación europea incluida, suceso doloroso en sí mismo, más aún por cotidiano, se han celebrado más que algunos títulos recientes. La épica clasificación para la final de Copa. El impulso dotado por la segunda llegada del presidente más triunfal, carismático y seductor de la historia del Barça, su Kennedy particular. Se añade el simbolismo del acto de Messi votando con Thiago, en el que demuestra su compromiso con el club y simboliza su nuevo rol de papa (y papá) infalible, Dios encarnado en una zurda, maestro de los jugadores jóvenes del vestuario y próximo presidente honorario del club, o entrenador, o nuevo delegado a lo Chendo, lo que quiera. Nos está diciendo que se va a quedar.
Por último, el extraordinario partido jugado en París, de difícil ponderación, pues ni con ello pudo el Barça pasar la eliminatoria, borró el espíritu de las eliminaciones por incomparecencia, por no haber siquiera peleado, mención honorífica al triplete Roma-Liverpool-Bayern. Por fin el Barça demostró que puede competir en Champions, pese a sus obvias carencias. Solo tiene que seguir creciendo, hacer las cosas bien. No es tarea fácil, pero tampoco imposible. El club mira de nuevo a Holanda y el equipo emociona entregándose como nunca. Buscan la hermosura de volver a ganar cuando dejaron de saber cómo hacerlo.