Supercopa sin hielo

Una de las pocas cosas buenas que deja la pandemia es que la Supercopa 2020 se juega en España. O más bien, no se hace en Arabia Saudí. El año pasado la Supercopa en Yeda nos dejó helados, pese al calor de esas latitudes. Es comprensible que se busquen nuevos mercados, pero también hay que tener cuidado dónde se hacen las cosas. No todo vale. Cuando, a finales del 2019, se anunció que la Supercopa se trasladaba a Arabia Saudí, se levantaron muchas voces críticas debido a la inmoralidad de jugar en un país que no respeta los derechos humanos. La cínica respuesta de la RFEF insinuaba poco menos que la Supercopa era el principio de la democracia en el país árabe. Y como sucedió con los Juegos Olímpicos en China, no sólo no mejora su situación allí, sino que empeora la de aquí.

Aunque no es posible ser íntegro todos los días del año, de vez en cuando convendría tomar ejemplo de deportistas como la ucraniana Anna Muzychuk, que perdió sus dos campeonatos del mundo de ajedrez, ¡dos!, por negarse a jugar en Arabia Saudí. Esa dignidad jamás la hemos visto en los responsables del fútbol español. Ni en la mayoría de sus clubes. Como hay que sacar rendimiento de todo y hacer más partidos, en el nuevo formato de la Supercopa se juega un mini torneo entre los dos primeros de Liga y los finalistas de la Copa, así que hay una final de Supercopa sin que haya aún un campeón de la Copa del Rey.

Se enfrentan el F.C. Barcelona y Athletic de Bilbao, aunque por juego y valentía hubiera sido deseable que la Real Sociedad (único club de Primera que no acepta patrocinios de casas de apuestas) fuese finalista. Pero el Barcelona empieza a parecerse a ese Madrid que dependía de los milagros de Casillas y de Raúl. El otro finalista, el Athletic, jugó una semifinal muy bien planteada y trabajada. Pese a que la prensa insista en los supuestos errores de Zidane o de Lucas Vázquez, la victoria fue más mérito vasco que fallo merengue. No todo es Barcelona o Madrid, los demás también existen y saben jugar.