Adiós a Bouba Diop, un dios menor

A las estrellas, también a las del deporte, les sucede que se las ve menos en el firmamento si tienen cerca otra mucho más brillante. Esto lo sabe bien, por poner solo un ejemplo, Cristiano Ronaldo. Sucede durante la vida de los astros y a veces también en su muerte. Algunas desapariciones son como supernovas, que con su tremendo estallido ocultan todo lo que acontece en varios pársecs a la redonda. Sucedió la semana pasada, cuando el dios del fútbol dejó este mundo para alzarse a los cielos, cuando el Barrilete Cósmico regresó al planeta del que vino. El eco de su muerte fue tan grande que eclipsó la desaparición de otro dios del fútbol, uno mejor, un semidios, un dios local.

Hablo de Bouba Diop, el autor del gol que dio la victoria a Senegal frente a Francia en la apertura del Mundial 2002. Formaba junto a Salif Diao y Aliou Cisse un centro del campo rocoso que era todo incomodidad para los rivales. Con una planta envidiable de todocampista —medía 1,94— él era quien más caía en ataque. En el gol, de hecho, cayó literalmente: marcó desde el suelo.

Bouba Diop marca el primer gol del Mundial 2002.

Aquello fue más que un tanto. Para el resto del mundo encarnó la rebelión del débil contra el que todo lo tiene. Pero para los senegaleses fue mucho más: fue una pequeña victoria contra la metrópoli, una revancha contra la todopoderosa Francia, que ostentaba entonces el título mundial. Por eso se le ha dado esta semana en su país un funeral de Estado. Porque convirtiendo ese gol, devino un símbolo.

Cuando me enteré de su muerte, sentí esa tristeza momentánea y teñida de nostalgia que se hace contigo cuando sabes de la muerte de un familiar lejano o de un compañero de la clase de párvulos. Recordé que aquel día, cuando él marcó aquel gol, yo me había escapado de la oficina fingiendo una reunión para poder ver el partido y que me carcomían los remordimientos durante el partido, pero después pensé que mereció la pena. Recordé también que celebré su tanto con mis amigos, en el ático de una casa de un pequeño pueblo de Euskadi, todos abrazándonos y cantando su nombre, tan musical, eufóricos: ¡Bouba, Bouba, Bouba Diop! Fue un momento de alegría fugaz, pero inmensa. El reverso de lo que sentí la semana pasada.