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Pogacar derrotó al ciclismo-control

Suena el himno de Eslovenia y la emoción se asoma en los ojos húmedos de Pogacar y en su respiración agitada, que provoca latidos en su mascarilla color maillot amarillo. Al fondo, el Arco del Triunfo, frente a él los Campos Elíseos y a su lado otro esloveno, Roglic, un tipo que ha sabido perder y que porta en sus brazos el mejor de los trofeos, un niño precioso. Es el colofón de un Tour en el que ese pequeño y precioso país ha reclamado las miradas. Un duelo formidable entre dos paisanos, pero, más aún, un duelo formidable entre un ciclismo que acaricia la vieja épica y otro instalado en los potenciómetros y el ciclismo-control.

El jovencísimo Pogacar, que hoy cumple 22 años (sólo una vez antes, hace un siglo, en los albores del Tour, hubo un ganador más joven) arrebató la victoria a su amigo Roglic el último día hábil, en una contrarreloj inolvidable. Muchos aficionados lo entendimos como una rebelión contra el rodillo de Jumbo, imitador del Ineos de años atrás, un equipo hecho de grandes corredores para encadenar vatios y llevar las etapas decisivas a un ritmo imposible de superar. A lo más que podías aspirar era a sacar algún segundo en los últimos metros del último puerto. Un ciclismo-control que erradica las aventuras individuales. Implacable y aburrido.

No sé si algún día se prohibirán los potenciómetros, como yo deseo y no espero, porque la tecnolatría es la religión de este tiempo. Pero entre tanto aplaudo esta victoria, arrancada cara a cara, sin equipo en el que respaldarse, y completando una remontada que duró dos semanas, desde que en la séptima etapa perdiera 1:21 en un abanico, lo que le obligó a remar río arriba las restantes. Este Tour ha vencido a la pandemia, nos ha vuelto a mostrar la belleza de Francia y de París, esta vez en los finales del verano, no en su arranque triunfal, como suele. Pero nos ha mostrado, sobre todo, la resistencia de este deporte a entregar su tesoro: la épica.