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A Ronald Koeman le debemos mucho, tanto que para no olvidarme de nada he tenido que hacer una lista: el casi tropezón de Cruyff con una valla de publicidad, la foto de Gaspart en el Támesis, el vacile de Guardiola con Julio Salinas a cuenta de los peldaños de Wembley, aquel morreo del propio Tintín con Stoichkov, el rap del Barça, el delirante discurso de Núñez en Plaça Sant Jaume, la subida en bicicleta al monasterio de Montserrat... Aquello, más que la celebración de la primera Copa de Europa, parecía una despedida de soltero. Nunca habíamos sido tan felices y, lo que es peor, sospechábamos que nunca volveríamos a serlo. Por eso se desató la fokin locura en medio mundo, por eso el barcelonismo vivió los días siguientes al golazo de Koeman dispuesto a quemar todas las naves.

Este verano, tras el desastre de Lisboa, se imponía la llegada de un nuevo entrenador y también un cortafuegos. Con unas elecciones a la vista, pero sin posibilidad de presentarse a la reelección, Josep María Bartomeu necesitaba una última línea de defensa para garantizarse cierta estabilidad de aquí a marzo... ¿Y quién mejor que el héroe de Wembley para sofocar las llamas y dar una pátina de proyecto a la última huida hacia adelante del presidente? Ningún culé en su sano juicio pondría una sola pega al desembarco de Koeman, al mismo tiempo que convendría no generar demasiadas expectativas para evitar hacernos daño en lo único decente que nos queda: el recuerdo.

Koeman celebra el gol de Wembley
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Koeman celebra el gol de WembleyMark Leech/OffsideGetty Images

Al holandés, más que un equipo de fútbol, le han entregado un marrón del que no saldrá indemne a menos que la afición sea consciente del momento que vivimos: sin un duro en la caja, con la Masía arrasada desde la raíz, el Camp Nou vacío, Messi cabreado y una columna vertebral avejentada, golpeada y deprimida. Esas son las herramientas con las que deberá trabajar un Ronald Koeman a quien el futuro espera desafiante, como un Pagliuca gigantesco, pero sin posibilidad de vivir ni un día más de su pasado. Y es una pena, porque nunca fuimos tan felices como aquel 20 de mayo de 1992: reyes del mundo, de la mística y del anecdotario.