Jan Oblak sería un gran camarero
Pocas cosas me reconcilian tanto con el mundo como observar a un buen camarero metido en faena. Los veo gobernar sin aspavientos el restaurante más concurrido en sus camisas blancas, impecables así caigan chuzos de punta o haga más calor que en el cumpleaños de Cleopatra, y me entran ganas de levantarme y ovacionar aún a riesgo de que me echen del bar tras la escandalera. Cada vez que me cruzo con alguno de esos seres callados, serviciales y eficaces sonrío y sumo un par de años a mi esperanza de vida. Le sucede lo mismo el aficionado del Atlético porque tiene a uno de esos bajo los palos. Si no fuese el mejor portero del mundo, Jan Oblak sería un gran camarero.
En esta previa extraña de Champions League, mientras todos arriman el foco a la magia de João Félix o al vigor de Llorente, me apetece acercarme al titán esloveno. La naturaleza de los porteros cambió desde que les prohibieron agarrar el balón tras las cesiones. Muchos son ahora un perrillo cruzado que apenas si deja asomar algo del antiguo ADN entre el pelaje, pero Oblak no. Es justo lo contrario. No maneja los pies tan bien como las manos, pero domina el espacio. Cada movimiento suyo susurra los rudimentos de una profesión añeja. Su fortaleza y agilidad son evidentes pero lo que le hace especial es su don para leer el juego antes que los demás. Para descolgar ese balón un segundo antes de que la grada intuya siquiera que puede ser peligroso.
El fútbol moderno ha encumbrado a los guardametas milagreros entre trompetazos de YouTube. Los niños quieren reaccionar histéricos ante recopilaciones de saltos salvadores. Oblak es de otra pasta por más que su prodigiosa triple parada frente al Bayer Leverkusen le vaya a acompañar siempre como a Gordon Banks su manotazo ante Pelé. Pero el balcánico habría entrado en la leyenda del fútbol europeo igualmente. Sin levantar la voz, acumulando jornadas de trabajo intachable. Hoy frente al irreverente Leipzig, el camarero tendrá faena. Sin alardes, estoy seguro de que mandará en la sala.