Zidane me relaja. Es como uno de esos jardines zen con un rastrillo en miniatura que algunos ejecutivos tienen en su escritorio para aplacar el estrés. Cuando estoy inquieto por el juego del Madrid, o con el rol de un jugador en la plantilla, miro a Zidane y respiro aliviado. Su calma y su tranquilidad me hacen creer que siempre hay un plan. Que todo va a salir bien. Aunque luego no haya tal plan, pero eso es lo de menos. Como decían en 'Parásitos': el plan que nunca falla es no tener nunca ningún plan.

Zidane ha ganado otra Liga, otro título, estando en todo momento bajo sospecha. Alguien decidió hace tiempo que Zidane no sabía demasiado de esto (porque total, ¿quién fue Zidane?), que era cuestión de suerte, y se instaló esa estúpida creencia. Cuando no hay mayor superstición que creer que lo de Zidane es solo suerte. O el VAR. O los iluminati. Cualquier cosa antes que reconocer lo evidente: que Zidane (oh, sorpresa) sabe mucho de fútbol. Y de liderazgo. Pero, como los más listos, se hace el tonto. Porque no hay mayor signo de debilidad que el afán de protagonismo.

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La victoria siempre tiene cien padres y la derrota es huérfana. Por eso, para mí, uno de los momentos decisivos de la temporada fue en plena crisis, con Zidane jugándose el puesto en octubre contra el Galatasaray. Con el agua al cuello, puso por sorpresa en Estambul al hasta entonces inédito Rodrygo. En uno de los estadios que más imponen. Algunos dijeron antes de tiempo que eso era un ataque de entrenador. Incluso un acto desesperado. El partido se ganó y Rodrygo cuajó un partido serio. Ese gesto me pareció el acto más zidanesco del año: la elegancia bajo presión, no dar explicaciones a nadie, sorprender a propios y extraños y ser coherente consigo mismo. Una demostración de personalidad y de confianza en su plantilla. A partir de entonces, el Madrid se disparó.

La sonrisa de Zidane, como la de la Gioconda, oculta cien secretos. Todos se creen capaces de descifrar qué esconde. Solo sé que a mí me da paz.