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El Sevilla se aferra a la Champions

Media hora antes del partido, los presidentes Castro y Haro charlaban recostados en una valla, cada uno pertrechado de su mascarilla con los colores propios. Al fondo, el vacío. Imagen curiosa para introducirnos en un partido habitualmente tan bullicioso. Más bullicioso que ningún otro, diría yo. Sevilla es una ciudad dual, con dos obispos hermanos, San Leandro y San Isidoro, dos patronas también hermanas, Santa Justa y Santa Rufina, dos vírgenes llamadas Esperanza, la Trianera y la Macarena, y hasta dos ciudades me atrevería a decir, Sevilla y Triana, que tiene identidad propia. Esa dualidad explica lo especial del pique entre sus equipos.

Así que un derbi sevillano es un partido en el que la ausencia de público provoca el vacío más ruidoso, al menos en nuestro país. Pero es lo que hay, y aprovecho para decir que yo, al revés que Javier Tebas (Irene Lozano empieza a desdecirse), no tengo la menor prisa por ver de nuevo gente en los campos. La tengo por ver la vacuna, o al coronavirus de verdad vencido. Pero mientras, me fío poco. Aunque solo vaya uno de cada tres, serían bastante miles, llegando al tiempo en autobuses, metro, parando en bares al entrar o al salir. Me parece un riesgo innecesario. Ya nos habíamos hecho a la idea de no ir al campo en mucho tiempo y ahora eso se ha alborotado.

Ayer asistimos a un derbi jugado en un 'silencio maestrante' que permitió oír el piar de los vencejos colándose entre los golpes al balón y algunos gritos aislados. No hubo clamor, pero hubo derbi y sirvió para comprobar la diferencia entre ambos equipos en este tiempo. El Sevilla es más, jugó mejor, llegó con peligro por fuera con las parejas Navas-Ocampos y Reguilón-Munir y se llevó el partido en justicia, aunque necesitara de un penalti riguroso para adelantarse. El Betis se dejó mecer, corto de fútbol arriba y muy flojo en defensa. Cuando salió Joaquín, al que añoré, la cosa ya estaba 2-0. Pero verle un rato mereció la pena.