Michael Robinson, el inglés de Cádiz

Me decía todo serio: "Alfre, esos pavos saben algo que los demás no sabemos". Se refería al Cádiz de aquella temporada en la que él llegó a Osasuna y tuvo que estar jugando 'playoffs' hasta que el Cádiz, que fue el último de cabo a rabo toda la temporada, se salvó a costa del Racing. Tanto le fascinó aquella impostura de Irigoyen que quiso ser gaditano y hasta buscó en sus venas sangre 'gaíta'. Para ello urdió una teoría de improbable demostración según la cual descendía de algún náufrago de La Invencible en su paso por la costa Oeste de Irlanda, de donde eran sus abuelos maternos. Y hasta llegó a invertir en el club y a ser su consejero técnico.

Pero no sólo Cádiz, todo lo español le fascinó, empezando por Pamplona, a donde llegó inquieto tras buscar en el mapa la ciudad de Osasuna sin encontrarla, lo que le hizo temer que fuera muy pequeña. Allí se enamoró de los sanfermines y decidió celebrar sus goles con un muletazo. Luego, en tantos viajes de aquí para allá con Canal +, nunca vi lugar de España en el que no le gustaran el paisaje, el paisanaje, la comida y la bebida. Todo lo pasaba por el matiz de su mirada ocurrente y original. Un día, atravesando los enormes vacíos de Castilla, me dijo: "Y con todo este terreno vacío que tenéis por aquí, ¿para qué queréis Gibraltar?".

Sus equipos en España fueron esos, Cádiz y Osasuna, pero llevaba el Liverpool en el cuerpo. El sueño de su infancia. Escuchó el 'You’ll never walk alone' de niño y cuando saltó allí por primera vez, quinto en la fila, no lo podía creer. En Anfield reforzó las enseñanzas de su padre, que le dijo: "Mira, Michael. Esa gente que te va a ver gasta un dinero difícilmente ganado para ir al fútbol. Has de hacer todo lo posible por complacerles". Casaba con el mensaje de Joe Fagan, su entrenador: "Chicos, esa gente os ama. Tenéis que amarles. No podéis defraudarles". El destino quiso que su último partido, la última vez que apareció en la tele, fuera en Anfield, en aquel Liverpool-Atlético que hoy nos parece tan lejano.

El referente ético presidió también su vida como periodista: "La gente nos abre el salón de su casa para mostrarles algo. Tenemos que estar a la altura". Detrás de su aura de bromista revoltoso que se dio a conocer en El Día Después, detrás de ese espíritu de niño que miraba el deporte con los ojos ilusionados de un Peter Pan que se negaba a crecer (llevaba uno de plata en el bolsillo) había un tipo formal, que contemplaba el deporte como algo muy serio, algo para transmitir los mejores valores físicos y morales de la especie. Eso extendió su carrera, más allá de los partidos, a través de formatos propios como 'Acento Robinson', en la SER, o sus 'Informe Robinson', que ahí están, en Movistar, para acompañarnos ahora en estas horas de encierro, en las que así podremos seguir disfrutando su compañía.

Fue feliz entre nosotros y nos hizo serlo a quienes disfrutamos su compañía. Ocurrente, inteligente, genio de la comunicación, con un sentido de la amistad y del espectáculo que le hacían singular. Aquí se quedó, con su familia, encantado con su nuevo país aunque sin aguantar bromas con Inglaterra. Ahí no pasaba una. La única vez que le vi triste fue cuando sus compatriotas votaron el Brexit. Se sintió traicionado. Sin embargo, su enfermedad no le afectó: "Mira, esto me matará más pronto que tarde, pero no me va a matar cuando estoy vivo". Así que nunca contó penas, siguió alegrando a su entorno hasta el fin. Gracias, Robin, por todo.