El secuestro del fútbol
Esta es la segunda vez en mi vida que no me siento futbolista: retirado, veterano, incluso lesionado, el adjetivo que sea, pero siempre futbolista. Bueno, siempre no: la primera y única vez fue en el carnaval de 1979, al que mi madre no me dejó ir vestido de blanquiazul porque (y en parte tenía razón) eso no era un disfraz. El palo fue gordo: al llegar al parvulario, a mis 5 años, vi a mi amigo Ignacio con la casaca del Espanyol, o lo que fuese aquella camiseta de algodón blanc-i-blau con escudo bordado. Ni siquiera era la equipación completa, en pleno febrero al chaval le pusieron una camisola encima de la ropa y listos. El sombrero y la capa de Zorro pre Banderas no pudieron consolarme. Tampoco usé la espada de plástico contra el nene pese al berrinche. Pero aquel día sentí secuestrado mi yo futbolista más íntimo.
Ahora estoy igual con este virus secuestrador. Pero en estos 40 días de encierro (ya podemos decir cuarentena con rigor, como el hat trick auténtico: nos hemos confinado con la diestra, la zurda y la testa), me consuelo pensando en mi padre, concentrado en La Martona, aquel cuartel de invierno que la Federación encontró en los libros de infantería buscando un lugar para preparar a la selección en Argentina antes del Mundial'78. Allí, encerrados, por lo que escuché a mi padre y a Dani, a Santillana, a Urruti, a Asensi y compañía, pasaron un secuestro helador comiendo merluza rebozada que les llevaban unos tíos nuestros, Marañones emigrados en los 50. Así nos fue a los Kubala Boys.
Añado la sensación de estar viviendo una ficción: las primeras películas sobre fútbol de la historia del cine (Harry the Footballer,1911; The Cup Final Mistery,1914), eran cortos en los que secuestraban al ariete del equipo rival para derrotarlo. Como Di Stéfano y Quini, nueves y rehenes sin motivo deportivo pero con final feliz. Ahora el capital conseguirá lo que el fútbol puro, de segunda B a las pachangas, no puede: pagará un rescate mientras los que soñamos con jugar seguimos secuestrados.