Redondo aprovechó su bala para la historia

Los nombres de los grandes jugadores están generalmente asociados a momentos inolvidables de sus carreras, muchas veces definidas con el gol en partidos de calado histórico. Hace 20 años, en Old Trafford, Fernando Redondo no marcó el tercer gol del Real frente al Manchester United. Raúl anotó el tanto, dos minutos después de embocar el 0-2 con un delicado tiro desde la frontal del área. Sin embargo, ese partido quedará marcado por la jugada de Redondo, de la misma manera que su recuerdo estará siempre unido a su intrépida y brillante aventura, coronada con el pase de gol.

Cuando las futuras generaciones de aficionados se pregunten por Redondo y sus características, la respuesta parecerá servida: Old Trafford. Se trata, en cambio, de un momento que no le define. Sí, tiene el gesto virguero del taconazo que descarrilla a Berg, un detalle muy de su gusto, pero por lo demás fue una jugada muy inusual de Redondo.

Zurdo, poderoso, competitivo, inteligente, sin rapidez, se inició como centrocampista de ataque, antes de reciclarse como medio centro, primero en el Tenerife y luego en el Real Madrid. Tenía presencia, el valioso intangible de la personalidad. Terminó su carrera deportiva con 359 partidos disputados y sólo 14 goles: uno en Argentinos Juniors, ocho en el Tenerife y cuatro en el Real Madrid. Comenzó discutido en el Bernabéu y terminó adorado por un amplio sector de la parroquia. Se le citará como uno de los pivotes más característicos del Madrid y autor de una maravilla que figura por derecho propio en la colección sagrada del club.

Redondo, celebrando la jugada en Old Trafford.

Su caso guarda algún parecido con los de Iniesta y Zidane, tres jugadores diferentes con poca propensión a marcar goles. Iniesta nunca pasó de 10 en la Liga y Zidane sólo logró esa cifra en el Cannes, con 20 años. Iniesta, Zidane y Redondo gobernaban el partido, cada uno a su manera. Del gol se ocupaban otros, pero en los tres casos el fútbol fue generoso para adscribirles a momentos definitivos: los goles de Iniesta en Stanford Bridge y en la final del Mundial 2010 (dos remates intempestivos de uno de los jugadores más delicados que se han visto en un campo), los dos tantos de Zidane (¡uno de cabeza rematando un saque de córner!) en la final del Mundial de Francia y su volea en Hampden Park, el jugadón, en fin, de Redondo en Old Trafford

En ocasiones, algunos jugadores de gran calibre requieren de un minucioso relato para describirlos a la gente. Les falta ese instante mágico, la imagen que se graba a fuego, un regalo que no siempre permite el fútbol. Se lo concedió a Zidane, Iniesta y Redondo, probablemente en atención a sus méritos, sin importar que esas acciones inolvidables se compaginaran más bien poco con sus características más destacadas, si no fuera porque los jugadorazos disponen de la reserva especial de magia que a los demás se les niega.

Está bien que sea así, que sus carreras estén iluminadas por fogonazos para la eternidad, predecibles en otro tipo de futbolistas. No cuesta nada identificar a Maradona con su gol a Inglaterra, ni a Messi con su golazo en la semifinal de la Copa de Europa en el Bernabéu (2011), ni a Ronaldo con su estampida en el campo del Compostela, ni a Cristiano Ronaldo en su imponente chilena en Turín. Eran goles a la medida de sus características. Tampoco cuesta acreditar a Pelé por varios de sus memorables goles y hasta de los no goles, los que se le escaparon en el regate bifurcado a Mazurkiewitz y en el globo al checo Víktor en el Mundial 70. Todos ellos dispusieron de incontables ocasiones para hacer lo que todo el mundo sabía que podían hacer. El caso de Redondo es diferente. Dispuso de una oportunidad y la aprovechó magistralmente en Old Trafford.