Estos días he llorado mucho. Como tanta gente, imagino. De pronto todo lo conocido parece haberse venido abajo, al menos por un tiempo. Nuestro consuelo es saber que pasará. Nuestra tortura, el precio pagado y no poder hacer nada porque la situación mejore, más allá, nos dicen, de quedarnos en casa. A mí es lo que más me puede: si estamos en guerra, me muero por salir a luchar contra el virus. Pero no, esta es una batalla paradójica: solo se puede ganar encerrado en tu domicilio.
Tengo dos niños que se están portando maravillosamente bien. Llenamos los días, que se confunden uno tras otro, con todos los juegos posibles, desde los clásicos de patio de escuela hasta la Play Station. Pero pasar el tiempo es solo una de las cuestiones, quizá la más pequeña. Lo difícil es luchar contra la información de lo que acontece ahí fuera y la sensación de que estamos totalmente desprotegidos.
Decía que estos días he llorado mucho. Por la gente que cae, por la gente que sigue al pie del cañón, por miedo. Como en el poema de Oliverio Girondo, he llorado de improvisando, de memoria, todo el insomnio y todo el día.
Me muero de ganas porque vuelva la normalidad, las sonrisas y los abrazos. Pero no solo anhelo las alegrías, sino las tristezas sin motivos esenciales. Por ejemplo: las preocupaciones por quién jugará de lateral esta semana, el dolor de cabeza por el resultado amargo del pasado domingo. Esas pequeñas angustias, mínimas y necesarias, que son como una prueba de contraste con el resto de la vida.
Para sobrevivir a la realidad, necesitamos poder trascenderla. Ese es el gran poder de algunas artes, como el cine o la literatura, pero también del deporte que, a diferencia de éstas, engarza con nuestro calendario vital. Los futboleros contamos la vida en Mundiales y los meses en jornadas. Ahora es como si hubiéramos perdido los días y el tiempo fuera un abismo. Solo la realidad se impone y lloro por eso, anhelando llorar pronto por lo banal, abrazado a un correligionario anónimo, en nuestro estadio, por un gol en contra.