Discoteca Bernabéu

Veinte años como abonado y, antes, otros veinte como habitual cliente de la taquilla oficial de reventa (ya desaparecida) me han dado para aplicar cientos de veces el fonendoscopio a los latidos del Bernabéu y detectar su frecuencia cardiaca antes de que comience el partido. Hubo un tiempo en el que la afición gritaba, jaleaba, cantaba desde más de media hora antes del primer pitido del árbitro, y armaba el ambiente de forma paulatina para envolver en él a quienes llegaban con menos antelación. Se enunciaban las alineaciones por la megafonía y todos coreábamos al unísono "¡bien!" tras el nombre de cada jugador madridista. Rugía el estadio por sí mismo, armado con sus propias gargantas, y los seguidores adquirían conciencia enseguida de que estaban llamados a desempeñar un papel aquella noche, tan importante como el de los futbolistas.

Recuerdo la enajenación colectiva de los días en que se precisaba una remontada europea, el desenfreno de las gradas sin control de nadie, aunados todos en los vítores y concentrados en la ovación a los nuestros cuando salían al terreno de juego. Entonces, el Madrid tenía la costumbre de calentar en el vestuario y componer así una puesta en escena explosiva, simplemente por el hecho de aparecer como por sorpresa sobre el verde delimitado en blanco, entonces menos cuidado que ahora.

El público se iba metiendo así en el partido, en progresión hacia la taquicardia inminente. Y en el descanso, tras una visita a los bocadillos, el ambiente se reanimaba de nuevo poco a poco ("Hola, fondo norte. Hola, fondo sur") hasta reanudar los decibelios con la nueva aparición del equipo en fila india. Esa sensación colectiva y extática no nos abandonaría hasta el final de la prórroga si llegaba el caso.

Hoy no es posible.

Ahora el espectador es acompañado en su camino hacia el asiento por una tronada de watios que anulan su iniciativa, paralizan su ánimo y lo convierten en prescindible. El público ya no pone de su parte los cánticos, no activa frases ingeniosas de su propia firma. La organización ya se encarga de todo: ella pone la grada de animación, el megáfono, conecta por los altoparlantes el último himno, el tachún tachún, paga a un locutor que nos trata como a chiquillos con la misma técnica que ya aplicaban Los payasos de la tele: sólo le falta preguntar "¿cómo están ustedeeeesss?".

Estadio Santiago Bernabéu.

Y así nos sentimos invitados de cera, sin papel en la lucha. Nos costará entrar en calor, y eso ya sucederá únicamente si el juego del equipo nos anima. Todo se muda en lo opuesto con este mundo al revés. El equipo tendrá que animarnos a nosotros. Hasta cantamos los goles bajo la disciplina del locutor, que corea el nombre de sus autores como si nadie los conociera.

En el descanso, la publicidad atruena o monta concursos ridículos que profanan la solemnidad del escenario. Y cuando se reanuda el juego, de nuevo nos sentamos en silencio, anonadados por el eco de las impenitentes columnas de sonido y expulsados de la contienda.

La hinchada no es ya la que consigue el primer gol. El Bernabéu no representa ya el escenario del miedo. Es una discoteca que nos desactiva, que nos aquieta y aplana, y en la que cada vez se hace más fácil entender que las aficiones y los equipos rivales nos den un buen baile. Tachún, tachún.