Ese momento eureka
Probablemente ya lo decía Albert Einstein en su época, cuando salía de ver un encuentro de fútbol: el tiempo es flexible y es mentira que un partido dure 90 minutos. Más allá del cronómetro, raras veces el fútbol es lineal: los partidos se estiran y contraen, se hacen eternos o se autodestruyen en un instante. Para los aficionados del Athletic Club, el partido de Copa de anteayer se condensará en un escaso minuto, quizá segundos, los que sirvieron para que Iñaki Williams peinara el balón a la red. Para los más optimistas del Barça, la eliminatoria tomará la forma de esa segunda parte, con un gran dominio del juego, con ocasiones claras de Griezmann y Messi que se perdieron en el agujero negro creado por Unai Simón, y con un penalti no señalado a De Jong —y eso que el VAR tiene el privilegio de viajar en el tiempo y revisar la jugada—. En cambio, gracias a las imprecisiones del equipo y a los riesgos de Ter Stegen para salir con el balón jugado, la primera parte se magnificará con toda su torpeza para complacer a los culés más pesimistas.
Unos y otros, pesimistas y optimistas del Barça, se encuentran en este laberinto de dudas gracias a la pésima gestión en la dirección deportiva de Éric Abidal, con un equipo en cuadro por las lesiones y las cesiones a destiempo. También por la forma de escurrir el bulto de la directiva de Josep M. Bartomeu, con su incapacidad para tomar responsabilidades y cerrando (en falso) la polémica de esta semana.
Me temo que el futuro inmediato que nos espera se concentrará también en dos instantes cruciales, contradictorios, dignos del genio de Einstein. Por una parte, la epifanía del juego que necesita todo entrenador, ese momento eureka en que el juego de equipo que propone Quique Setién se vea recompensado con una victoria de prestigio y que resulte fundacional, una inyección de confianza. En el otro extremo, ese instante temido, ese segundo fatídico en que Leo Messi decida que la situación ya no da más de sí y empiece a plantearse seriamente su futuro.